sábado, 22 de enero de 2011

última crónica de Arsenio Cañizares

Primero una mosca, luego un cortacésped, quizá era un coche, definitivamente un avión supersónico cruzaron el cerebro de Arsenio de oreja a oreja, generando ondas sonoras de tal magnitud que empujaron sus párpados hacia arriba hasta abrirle completamente sus ojos. A tientas alcanzó la maldita máquina infernal y palpó desesperado cuatro o cinco teclas provocando un caos en la configuración que tan penosamente había logrado establecer. De paso logró apagarla y cortar la comunicación con su Redactor-Jefe, Borja Sepúlveda, quien se encontraba en su despacho presa de un ataque de pánico, leyendo y releyendo el primer scoop periodístico que había sido capaz de reconocer en su vida. El teléfono fijo sonó tronante como para proclamar su victoria sobre la Blackberry, ahora desmayada sobre la alfombra junto a las zapatillas de estar por casa y los calcetines sucios de Arsenio. Y ya no tuvo más remedio que levantar el auricular. A pesar del taladro que le horadaba el entrecejo, inmediatamente reconoció la inconfundible voz de su jefe que sonaba aún más rápido y con más grititos y eses de lo habitual. El mensaje entre tanto aspaviento e hipérbole era el siguiente: Borjita había recibido un sobre dirigido a él mismo (y esto era lo que lo tenía entusiasmado, que alguien en el mundo considerara que Sepúlveda existía para algo en la redacción). El sobre resolvía por sí solo el asesinato de la universidad de Historia –decía Borja- y “El Observador Imparcial” iba a dar la noticia en exclusiva en su versión digital ya mismo, a las 11:00. Arsenio dio un salto en la cama. Fuera lo que fuera que tenía aquel imbécil en su despacho, no era una primicia. Ninguna fuente seria, nadie en su sano juicio, ni siquiera ningún intoxicador interesado enviaría material creíble al más reconocido inútil del periodismo español. Cabía esperarse pues el mayor ridículo informativo de la historia del Observador. Suplicó meloso a su jefe que le dejara a él también ver ese sobre. Insinuó que las fuentes a veces pueden no ser de fiar. Comprendió que movido por la profesionalidad quisiera publicar ya. Apeló, sin embargo, al sagaz instinto periodístico de Borja para que hiciera una segunda valoración del material. Se atrevió a recomendar la vieja práctica del gremio que consiste en contrastar la información antes de sacarla. Reflexionó sobre las posibles consecuencias legales y económicas del libelo y la calumnia. Y finalmente consiguió tres horas. Ahora no sólo tenía que continuar su investigación. Además debía evitar a toda costa que su Redactor-Jefe machacara de un solo golpe de scoop  y para siempre su prestigio y su periódico.
¿A qué hora llegaste anoche? Le escupió Mª Pilar cuando se cruzaron por el pasillo. No intentes mentir porque te oí llegar. ¿Entonces para qué preguntas, amor mío? Mª Pilar acusó el cachondeo latente, y se cerró en banda a cualquier conversación hasta por lo menos esa noche. Arsenio liberado de la cortesía debida a la convivencia evolucionó por la casa a sus anchas, desde el café hacia la ducha, desde los calzoncillos hasta el abrigo, y de ahí, a la calle. La contaminación tenía ese maravilloso poder de devolverle a la vida. Respiró hondo y se dirigió hacia el metro dejándose engullir por la marea de trabajadores, desocupados, inmigrantes ilegales, cantantes callejeros, pedigüeños y demás fauna que configuraban la sociedad madrileña actual. Su primer destino se encontraba en el señorial barrio de Salamanca, el territorio de los chupatintas y lo chupasangres. Oficinistas de traje, señoritos de pelito rizado y engominado ¿a quién le recordaban?, señoronas de abrigo de piel, ancianas apoyadas en impecables enfermeras latinoamericanas, tiendas de lujo, coches de marca, salones de belleza, consultas de psiquiatras. De modo que aquí se encontraba de nuevo. En la puerta de la mismísima Jeanne Roland, la tía más loca de la ciudad, que Dios sabía cómo y porqué había convencido a la alta sociedad de que era psiquiatra auténtica. Pero a él no la engañaba. Nunca le engañó. Y ahora menos que nunca. Esta vez la victoria sería de Arsenio.
A medida que se acercaba al número de la consulta en la calle Lagasca empezó a sentir un nudo en el estómago tal y como le ocurría hace tres años cada vez que deambulaba por este barrio intentando saber algo más de la absurda muerte de Javier y Luis, dos chicos jóvenes y guapos, de conducta confusa y adicciones claras que paraba por aquí para recibir terapia –es un decir- de la loca Jeanne. Cuando Arsenio publicó su serie de reportajes hace tres años (precisamente El Observador había sacado un especial del tema pocas semanas atrás)  la psiquiatra se cerró en banda alegando secreto profesional, y el juez, un jovencito cuya ambición sólo era comparable a su obsecuencia con el stablishment, recibió presiones de aquí y de allá y lo dejó correr. Cuando llegó al portal, Arsenio admitió que necesitaba un carajillo y un ducados antes de entrar. Algo caliente para concentrarse y poder encajar todas las piezas de este rompecabezas en el que empezaban a vislumbrarse demasiadas caras. La más bonita de todas, era, por supuesto la de la mulata, Claudia, resultó llamarse. A ella le debía no sólo un buen rato de compañía ayer, sino la clave para resolver este caso y publicar- él sí- el mayor scoop de su vida.
Su perla del Caribe tenía mucho que contar y mucho que callar. Así que prefirió largar lo que sí podía para no tener que hablar de lo que no debía, y que a Arsenio en el fondo, le traía al fresco. Alexander –empezó Celia-,  como su novio actual el maromo de la puerta, Anthony, como Javier, como Luis, eran chicos normales, jóvenes, guapos y ricos. Con toda la vida por delante, y ningún límite para recorrerla. Populares, admirados y queridos por todos, siempre buscaban algo más porque todos esos adoradores que les rodeaban, en el fondo terminaban por aburrirles. Alexander, como si no fuera bastante con las de carne y hueso, tenía también novias por internet. Incluso tenía amantes maduritas en esa universidad tan cool a la que asistía. Una de esas –la mujer que Arsenio había visto en el bar de la facultad ayer fingiendo no conocer a la pareja que tan  ansiosamente la esperaba - jugó un papel fundamental en la vida de Alexander. Se trataba de la profesora Irene Vázquez, otra loca en busca de nuevas sensaciones. Ella introdujo a Alexander en la esfera de Jeanne Rolande, Claudia estaba segura de ello, y sospechaba que también intentaba involucrar a Anthony, pero no tenía pruebas para afirmar que también lo hubiera hecho con  Javier y Luis. En todo caso, -continuaba Celia- para los cuatro jóvenes, la noche era su feudo y pronto los excesos ocasionales se hicieron habituales. Pandillas, gamberreo, alcohol y drogas, pastillas y sexo terminan pasando factura y no sólo de plata. Lo del dinero tenía para Alexander fácil solución: su madre nunca dejaba de mandarle remesas vía Western Union, a espaldas de su padre, quien había cortado todo contacto con él. De Javier y Luis, Celia no sabía cómo se las arreglaban. Pero una cosa era cierta: los tres, como ahora le ocurría a Anthony, iban desquiciándose poco a poco, buscando siempre más y más. Nuevas emociones, nuevas sensaciones. Y luego, ayuda para calmarse, para la abstinencia, para sobrellevar la mañana, para volver a la normalidad. Y allí entraba la doctora Roland. Celia no sabía cómo pero notaba que cuando Alexander iba a su consulta volvía tranquilo, como hipnotizado, feliz. Parecía que continuara conversando mentalmente con la doctora mucho después de haber salido de la consulta. Transcurridos un par de días o a veces menos necesitaba volver a verla. No podía aguantar hasta la siguiente terapia. Y la perseguía desesperadamente. Llamaba a su secretaria, a otros pacientes. Perseguía a Irene para que le consiguiera una cita. El día de su muerte, Alexander fue a la facultad dispuesto a todo con tal de que la tal profesora Vázquez le concertara un encuentro con la Rolande. Tenía una carta bajo la manga para lograrlo, pero no me dijo cuál, concluyó Celia.
Después de esta recopilación mental de datos y con la cabeza más clara gracias a la acción benéfica del carajillo, Arsenio entró en el conocido portal de Lagasca 25 en busca de la verdad definitiva. Pero el portero le informó de que la doctora Roland no había llegado esa mañana, y que había dado orden a su secretaria de cerrar la consulta y a él mismo de recopilar el correo durante las próximas semanas. Indignado consigo mismo por no haber reaccionado ayer, Arsenio maldijo su mala suerte. Esa pista estaba perdida de momento. El siguiente eslabón estaba en la facultad. Apostaba  todo lo que tenía –o sea, nada- a que el despacho de Irene Vázquez daba al patio interior donde encontraron a Alexander. No tenía mucho tiempo. El reloj corría y Borja estaría pergeñando sabía Dios qué titular, pero antes de dar el último paso debía visitar el Instituto Anatómico Forense.
El forense de turno era el Doctor –es un decir- Bretones. Cuando llegué al Anatómico Forense, y  como suele pasar en estos casos, el médico rodeado de un grupo no muy numeroso de periodistas disfrutaba de lo lindo repitiendo la frase mágica “no hay declaraciones”, “no coments”. Pero a mí no me engañó. Tantos años de experiencia le hacen a uno capaz de distinguir a un vanidoso a kilómetros de distancia y Bretones era uno de los buenos. Estaba deseando que alguien que no fuera la grabadora ni el secretario del juzgado oyera su versión preliminar y admirara su sagacidad profesional. Cuando los jovencitos de la competencia se retiraron apesadumbrados, yo le seguí por los lúgubres pasillos del Instituto disimulando que no veía que él me vigilaba disimuladamente. Un par de frases extraoficiales por su parte fueron suficientes. Después me dirigí al famoso edificio D para comprobar la ubicación del despacho de la Profesora Irene Vázquez. Allí estaba la verdad. No cabían más dudas. Por fin tenía mi historia, mi scoop, mi Premio Nacional de Prensa 2011, mi ascenso, mi Pulitzer. Busqué la blackberry para mandar inmediatamente la crónica el periódico, pero no la llevaba conmigo. De repente la recordé allí tirada en la alfombra, al lado de mis zapatillas y mis calcetines de ayer. Supliqué al bedel que me prestara su ordenador para contactarme con el periódico, era asunto de vida o muerte.  Él podría ser cómplice si silenciaba la verdad.  Aterrorizado el bedel me abrió internet mientras que yo le daba sobre el papel los últimos toques a mi noticia: “La profesora Irene Vázquez sospechosa de asesinato” y el subtítulo aún más audaz: “Alexander García planeaba un chantaje a su presunta asesina” y la tercera línea para redondear: “Vázquez y la psiquiatra de la víctima, cerebros de una secta de manipulación juvenil”.
Cuando entré en www.elobservadorimparcial.es un titular a cinco columnas usurpaba el espacio de la información que iba a hacer de mí un hombre nuevo.
 ¡RECTOR DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE ENVUELTO EN ESCÁNDALO DE ASESINATO! ¡DIMISIÓN INMINENTE!
Eran las 14:00.

1 comentario:

  1. Muy buen relato! Hasta me reí! Al principio, me confundió el nombre del periodista; pensé que los dos periodista se llamaban Arsenio.

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