sábado, 12 de febrero de 2011

Versión final del muerto


Prefacio

Parezco un pollo abierto sobre una tabla para picar carne: helado, sangriento, sin vida. Mis miembros no responden, no son más que fideos de plomo. Hace un momento me sentí acariciado por un remolino que cantaba una dulce melodía. Ahora no escucho sino mi débil y entrecortada respiración. Nada ni nadie me acaricia, sólo siento un frío mortífero. Que alguien traiga una manta. Alguien, por favor. Parpadeo, buscando no sé qué, y es como si mirara a través de un cristal agrietado. No logro identificar nada. A causa del ángulo inamovible de mi cabeza sólo veo cemento en tres planos. Nadie. No sé dónde estoy ni cómo he llegado aquí. ¿Quién soy?


I

– ¿Cómo está mi esposa?

– Está bien, aunque agotada. Ha sido una campeona.

– ¿Y…? –comenzó Edmundo haciendo un ademán con la cabeza hacia el envoltorio que la enfermera llevaba en brazos.

– Es un varoncito muy saludable. Mide 23.5 pulgadas y pesa 9 lb 2 oz.

Edmundo no pudo disimular cómo se le hinchaba el pecho y, tras ignorar el taco que se le formaba en la garganta, salió en busca de los habanos más costosos que pudiera encontrar.

De camino al estanco pensó en nombres para el bebé. Alexander, dijo para sí, porque sin duda haría cosas grandes.


II

Alexander se despertó desorientado, con la sensación de tener una caladora abriéndole la cabeza. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiese dormido todo el día. Se cacheteó para salir del sopor, con lo que reavivó el malestar. Hizo una mueca de dolor, y entonces recordó la pelea de la noche anterior.

Llevaba unas cuantas semanas trabajando de portero en un conocido pub del Centro. Sin embargo, su presencia incitaba pleitos en vez de evitarlos. Últimamente andaba de mal humor, lo que era bastante inusual en él. Habitualmente era la alegría de la fiesta. Se desenvolvía con tal fluidez que parecía que nada ni nadie en el mundo era digno de preocupación. Tenía muchos amigos, aunque él los denominaría conocidos. De estos, alguno que otro le había preguntado por los cambios que notaban en él. Se había rapado la cabeza, los tatuajes, cuyos significados no revelaba, sobrepasaban la media docena, y la pérdida de peso acentuaba unas oscuras ojeras en un rostro que meses atrás había sido considerado atractivo. Pero, como siempre, Alex, con su sonrisa pícara, daba una explicación muy lógica a los cambios o recurría a desviar la atención hacia la otra persona.

La oratoria se le daba muy bien y más cuando acostumbraba enfatizar cada frase con gesticulación. Aunque a la hora de sentarse a escribir no era tan elocuente, situación que le imposibilitaba trabajar en la tesis doctoral. Llevaba dos años en ésta y sólo había producido poco menos de cien páginas. De adolescente fue muy disciplinado. Tal vez demasiado. Ahora le costaba concentrarse. Permanecer ocho horas diarias frente a la computadora era un suplicio para alguien tan activo como él, una pérdida de tiempo. Al ritmo que iba no terminaría la tesis nunca. Pero, por suerte, había encontrado una alternativa. Todo dependía de que le cumpliesen. Hoy se vencía el plazo. Un vistazo a su correo electrónico bastaría para comprobar si el trato estaba cerrado. Pero antes necesitaba ducharse.

Alexander se pasó las manos por la cabeza y sintió la aspereza de una afeitada reciente. ¿Qué demonios? Lo había olvidado.

Se incorporó rápidamente, ignorando el vértigo que lo jalaba de vuelta a la cama. Caminó hasta el baño para lavarse la cara. Abrió el grifo y se encontró en el espejo. Dejó el agua correr. La imagen que vio en el espejo ya la había visto, aunque entonces lo acompañaba la lozanía de la inocencia.

Diez u once años atrás al despertarse encontró a su padre, Edmundo, de pie junto a su cama. Sostenía una tijera. Cuando Alexander se sentó de sopetón mechones color castaño claro cayeron sobre su regazo. Se palpó la cabeza. Aún tenía pelo en algunas áreas, pero no había remedio. Tendría que raparse la cabeza.

— ¿Por qué me hiciste esto?

—Te ves mejor así.

—¿Por qué? —repitió Alexander con la mandíbula apretada.

—Últimamente me estaba costando distinguirte de tu hermana. Ahora, arréglate el pelo como puedas que vamos a salir.

—No voy para ninguna parte —dijo por lo bajo.

— ¿Perdón?

—Enseguida me visto.

—Buen chico. Te espero abajo.

Alexander agarró la máquina de afeitar del botiquín del baño y se rapó la cabeza sin derramar una sola lágrima. Después de lavarse se puso una polo azul marino y sus Levi’s favoritos y bajó los escalones como si caminara hacia su propio entierro. Su padre lo esperaba junto a un Jeep Rojo último modelo.

—Es tuyo. Veamos que tal corre —dijo, ofreciéndole las llaves.

Alexander estaba pasmado. No sabía cómo quería reaccionar, mas sí sabía cómo su padre esperaba que reaccionase. Corrió hasta el Jeep, tomó las llaves y le dio un fuerte abrazo.

El chico condujo un rato. Cuando se cansó le cedió el volante a su padre.

—Nos desviaremos un momento. Te tengo otra sorpresa.

Llegaron a una casa grande en las afueras de la ciudad. Les recibió una señora cuarentona muy guapa. Su nombre era Ada. Alex notó cada una de sus curvas a través del vestido ceñido que llevaba, mientras les conducía a alguna parte.

Caminaron hasta la habitación que quedaba al final del corredor de la segunda planta. De las otras habitaciones provenían murmullos y golpes sordos. Cuando Ada giró el pomo de la puerta Alexander comenzó a temblar. No lo podía evitar.

—Tranquilízate, muchacho, no te va a pasar nada malo. Anda —dijo, haciéndole un gesto a Alexander para que cruzara el umbral—. Ella es Laila y no muerde, a menos que le pidas lo contrario, claro.

El chico se secó el sudor de las manos con el pantalón y entró en la habitación.

–Vamos, hijo, hazme sentir orgulloso —fue lo último que escuchó antes de que cerraran la puerta detrás de él.

De vuelta en su apartamento, Alexander prendió un porro, mientras preparaba el café. Unas cuantas caladas y el burbujeo que producía la cafetera siempre lo ayudaban a relajarse.

Con la taza en mano, caminó hasta el escritorio y encendió la computadora. La foto que apareció de fondo le tomó por sorpresa. Era una foto de Calista y él tomada hace algunos días. La chica debió haberla puesto antes de marcharse. La había conocido por internet. Con ella no recurría a pretensiones ni fachadas, a nada que se calificara titánico. Era simplemente Alex. Charlaban con frecuencia por Skype y esto le había bastado, hasta que, bajo una crisis existencial, le rogó que fuera a verlo. Le dijo que la necesitaba. Y Calista viajó de Martinica a Madrid por un capricho suyo.

La semana que estuvieron juntos la pasaron muy bien, pero había sido únicamente una distracción pasajera. Ahora que tenía la cabeza despejada veía claramente lo egoísta que había sido, lo egoísta que seguía siendo. No la amaba y, aun así, la ilusionaba. Las otras mujeres con que salía sabían en lo que se metían. Edmundo García Lasalle también lo sabía. Después de todo Alex no permitía que su padre se perdiera ni un capítulo de su vida. De vez en cuando le enviaba fotos de mujeres con las que había estado. El chico tenía gustos muy variados. No siempre era una cuestión física. Le fascinaba acostarse con mujeres maduras, especialmente con profesoras, porque no tenía que perder tiempo con falsa galantería para llevarlas a la cama. En cambio, las más jóvenes se apegaban demasiado, y él no sacrificaba su espacio por nadie. Pero con Calista había sido diferente. Le tenía afecto por su inocencia y sinceridad. Tenía que cortarle de raíz.

Así que borró el historial de toda la correspondencia que había mantenido con ella, y la bloqueó en las redes que los vinculaban para que no pudiese localizarlo. Era por el bien de ella. No quería dañarla. Más tarde le escribiría un último mensaje, pero ahora tenía asuntos que lo ocupaban a cabalidad.

Tomó un sorbo de café y devolvió la taza al escritorio. Entonces se dispuso a mirar el correo electrónico. Cuando leyó el mensaje que decidía la realización de su tesis no reaccionó, sino que se levantó con calma y sacó el móvil del pantalón que llevaba la noche anterior e hizo una llamada.

— ¿Dónde está el archivo? Te di hasta hoy. ¿Qué no?

Al recibir otra negativa como respuesta explotó.

— ¡Hijo de puta!

De una patada lanzó la silla contra el escritorio. Algunos papeles cayeron al suelo y el café se derramó sobre la computadora. Alex la secó como pudo con una camiseta y la colocó frente al ventilador. Ahora, encima de todo, también había estropeado la computadora. Su amigo, Zé Silva era muy buen técnico. Tal vez la máquina tenía arreglo. Iría a verlo. De todos modos, tenía que hacer otras visitas.

Alexander se vistió a toda prisa, echó la computadora en la mochila y cogió su casco. Antes de salir tomó una manzana. Acostumbraba merendar mientras el ascensor descendía los ocho pisos.

Cinco minutos después estaba en el aparcamiento frente a su Harley Davidson Sporster 1995 un poco estropeada. Pero a Alex le encantaba porque iba con él.

III

Alexander García Barceló nació el 23 de noviembre de 1983 en San Juan de Puerto Rico en el seno de una familia acomodada. Su madre, Alejandra Barceló Mujica era diseñadora y su padre, Edmundo García Lasalle, contratista, ambos muy solicitados en sus respectivos trabajos.

Como era de esperarse, Alexander y sus hermanas pasaban bastante tiempo con los abuelos paternos, inmigrantes españoles de la década del 50, o con tutores particulares, pero cuando sus padres estaban en casa se concentraban por completo ellos. Edmundo y Alejandra buscaban potenciar cualquier destreza o atributo que notaran en ellos a tal punto que olvidaban que sólo eran niños.

Así fue cómo el chico se convirtió en un deportista ávido desde pequeño. Al principio se debió a instancias de su padre por ser el único varón de la casa, pero más adelante mostró verdadera afición hacia el atletismo, el béisbol y el baloncesto. A los catorce, decidió dedicarse de lleno al último. Después de todo, se trataba del deporte más popular en la Isla.

A lo largo de los años, por su sobresaliente papel en la cancha, se convirtió en un jugador muy seguido por el público. Le apodaron Alex “el titán”. La primera vez que escuchó el sobrenombre le pareció ostentoso, mas rápido de acostumbró. De hecho, sonreía de oreja a oreja, con su sonrisa, cada vez que lo presentaban con dicho nombre.

Para él el baloncesto significaba diversión, hasta que su padre comenzó a exigirle más y más. Cada vez dormía menos. Si se lesionaba Edmundo le acusaba de torpe y distraído. Alexander comenzó a hastiarse. Su vida giraba en torno al baloncesto y la escuela. Envidiaba la libertad de sus amigos, su completa despreocupación. Deseaba usar el transporte público en vez de su Jeep rojo.

En pocos meses, comenzaría los estudios de ingeniería mecánica, y ni siquiera estaba seguro de que tal carrera fuese para él. Pero como “el que no escucha consejo no llega a viejo”, se dejó llevar por su padre e ingresó a la renombrada escuela de ingeniería del Colegio de Mayagüez. Poco a poco se fue alejando del deporte y abrazó la vida universitaria. Viviendo a dos horas de sus padres sentía que el aire era distinto, abundante y liviano. Sus padres no le permitían irse de juerga en San Juan, pero lo que pasaba en Mayagüez en Mayagüez se quedaba. Así que estudiaba lo suficiente para aprobar las clases y el resto del tiempo salía con sus amigos. Ya nunca subía al área metro (San Juan y pueblos limítrofes) los fines de semana, como acostumbra hacer la mayoría de los estudiantes.

Alejandra y Edmundo pensaban que el distanciamiento se debía a la carga de los estudios. Así que una noche decidieron hacerle una visita sorpresa a su niño adorado. Cuando llegaron al lujoso apartamento que ellos pagaban, encontraron a su hijo semidesnudo sentado en el sofá de la sala. Había alguien más. Una nube de humo les rodeaba. Alexander inhalaba por una manga que daba a un cilindro de cristal. Había ropa, basura y botellas vacías por todas partes. La otra persona era una chica que estaba de rodillas frente a Alexander. Alejandra estaba como en trance, inmóvil con una mano sobre la boca y los ojos abiertos de par en par. Edmundo caminó con pasos amplios hasta ellos y apartó a la muchacha de un empujón. Seguido agarró a su hijo por el cuello. Ambos eran altos y fornidos. Uno la réplica joven del otro. Casi se tocaron con la misma nariz cuyo puente estaba levemente desviado. Edmundo miró dentro de los ojos verdes que ya no eran suyos. Estaban vacíos. Se sintió asqueado por el mal olor que emanaba de su hijo. Alexander abrió los brazos en ofrenda y le brindó una sonrisa socarrona.

— Esto es lo que querías, ¿no? Pues coge ahora. Ya sabes que no soy maricón. ¡¿Estás contento?!

Del coraje, Edmundo lo tiró al suelo de un puñetazo.

—Desde hoy mi hijo ha muerto —dijo, y se marchó con la mirada vidriosa que nadie notó, llevando a Alejandra prácticamente a rastras consigo.

Después de esa noche Alexander no volvió a ver a su padre, pero su madre lo visitaba una vez al mes y le depositaba dinero en su cuenta, sin que su esposo se enterase. Tal vez Edmundo lo sabía, pero nunca lo dio a entender. Sabía que en gran parte tenía culpa.

A los pocos meses de graduarse, Alex se marchó a España.

IV

Gracias a que manejaba una motocicleta pudo esquivar el tráfico y llegar a casa de Zé Silva en menos de quince minutos. Alexander solía ser inquieto, pero ese día estaba eléctrico. Le faltaba poco para salirse de su propio pellejo. Necesitaba el medicamento. Sólo permaneció allí lo necesario para pedirle al chaval que arreglara su computadora y que fuese discreto al respecto.

—Haz lo que puedas. No guardo muchas esperanzas. Creo que se ha jodido. De todas formas, no le comentes a nadie, ¿vale?

—Como quieras —dijo Zé, restándole importancia al asunto. Sabía lo privado que era Alex para sus cosas, aunque muchos opinaran lo contrario—. ¿Hacemos algo esta noche, tío?

—Hoy no puedo. Tengo cosas por solucionar. Tal vez mañana.

— ¡Llámame si cambias de parecer! —dijo Zé, pero Alex ya iba escaleras abajo.

V

Estaba frente al aula 206 del edificio D, flirteando con Irene Vázquez Redón, profesora de la Facultad de Filología. Tuve algo con ella, aunque nada serio: mucho whiskey y algunos polvos. Era guapa, pero tampoco era como para perder la cabeza. La que últimamente me estaba trastornando era otra: la Dra. Jeanne Roland. Levaba algunos meses visitando su consultorio, lo que era extenuante. Al principio, fui por insistencias de mi madre. Me aseguró que estaría más tranquila si hablaba con su amiga, y yo, con tal complacerla, fui. Eran amigas de la universidad o conocidas a través de otra amiga. Qué sé yo. De haber sabido que era psiquiatra y encima que necesitaba ayuda psiquiátrica ella misma no hubiese ido. Pero una vez probé la droga tuve que seguir viéndola.

Jeanne Roland me había recetado un medicamento que, según ella, me ayudaría mucho con los cambios de humor. Me dijo que era bastante improbable que desarrollara una adicción y que, entre los efectos secundarios, el mayor podría ser sueño. Así que, aun sabiendo que no me pasaba nada, un día, después de hablar con mi padre por teléfono, cosa que ocurría si acaso una vez al año, comencé a tomarlas. Una cosa era mortificarlo con e-mails y otra muy distinta era que me replicara con esa voz suya que le pone los pelos de punta a cualquiera. Tenía la facilidad de reducirme a nada. Cuando hablaba con él volvía ser un crío.

Luego continué tomándome el medicamento a diario hasta que terminé la receta. Me producía paz, una que nunca antes había sentido. No me quedó de otra que volver donde la excéntrica doctora. Lo más triste es que iba fingiendo tener visiones, oír voces y sufrir otros disparates con los que la doctora quedaba fascinada. De esta manera, continuaba dándome la prescripción.

Pero durante el último mes comencé a desarrollar los síntomas antes fingidos, y me había vuelto adicto a sus malditas pastillas. Entonces cuando realmente las necesité, la muy cabrona no me las quiso dar más.

Irene dijo algo, pero un movimiento a lo lejos me distrajo.

V

Alguien lo observa desde el umbral que daba a los ascensores mientras conversaba con Irene Vázquez. Al intruso percatarse de que Alexander le devolvía la mirada, desapareció.

Sin pensarlo dos veces, Alex le pidió disculpas a la profesora y salió disparado hacia las escaleras. Le alcanzó justo cuando cerraba la puerta de su despacho como un cobarde. Levaba semanas evitándolo, asegurándole que cumpliría lo acordado, pero ahí estaban esas miradas furtivas que tanto desquiciaban a Alexander.

— ¿Qué coño crees que haces? —dijo Alex, cerrando la puerta del despacho detrás de sí—. ¿Cómo que no me entregarás la tesis?

El Dr. Epidio Corbacho Rey se acomodó los lentes sobre el puente de la nariz y respiró hondo.

—Levo años escribiendo ese libro para que ahora venga un mocoso y me lo robe.

—Sólo hago lo mismo que tú cuando eras tan mocoso como yo. Algún día me tocará pagar el precio. Hoy te toca a ti.

—Yo no perjudiqué a nadie en el proceso.

—A nadie vivo, pero seguro que el autor está retorciéndose en su tumba.

—Eres joven aún. No cometas los mismos errores que yo.

—No me vengas con ese cuento de buen samaritano. Si hoy volviera a presentarse la oportunidad no dudarías un segundo en hacer lo mismo. Eres un hipócrita. Te llenas la boca hablando de la importancia de preservar el patrimonio arqueológico y a la menor oportunidad, ¡zás! Te robas una obra antigua y te la atribuyes. Somos tal para cual.

—Te lo repito: no voy a entregarte el trabajo de toda una vida. Haz lo que quieras. De todas formas, nadie te creerá.

Alexander extrajo sus llaves y el teléfono móvil del bolsillo y lo colocó sobre el escritorio de Corbacho. Buscaba sus cigarros. Necesitaba uno para mantener la compostura. Estaban en el otro bolsillo. Con aire distraído tomó uno, se sentó sobre el alféizar de la ventana y dio una calada.

—Te equivocas. Conozco a alguien que te vio coger el manuscrito. Estaba entre los excavadores de las ruinas. Lo trataste como a un pueblerino ignorante, analfabeto incluso, cuando era un estudiante igual que tú. Está dispuesto a testificar el robo con el fin de que se le reconozca por el hallazgo, porque, de hecho, estuvo allí antes que su majestad.

—Hijo de puta —comenzó Corbacho Rey, poniéndose de pie—. Como te atrevas a…

—No estás en posición de amenazar a nadie. Eres un mediocre cuya supremacía infundada no es más que una fachada para tapar lo que verdaderamente eres. No te extrañes. Sé lo que te gusta. He visto cómo miras a los jóvenes hermosos. Vamos, Sócrates, filosofemos un rato y con eso cerramos el trato. ¿Qué dices? —concluyó con un guiño.

Presa de la rabia, Corbacho empujó a Alexander justo lo necesario para hacerle perder el balance.

—Lo siento, Adonis, pero esta es la única forma.

Alexander cayó al vacío. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar en la caída. Cientos de imágenes lo atacaron como punzadas atravesándole las sienes. Lo que sea que haya visto, le provocó un llanto histérico cuya fuerza su cuerpo destrozado no toleró. El aire comenzó a faltarle y los ojos a salirse de sus órbitas. Tosió sin la satisfacción instantánea de la tos. Su cuerpo comenzó a convulsionar.

— ¡Espera! ¡Aún no! —gritó sin voz cuando la garganta se le inundó de un sabor metálico.

En lo alto del edificio D, el Dr. Corbacho Rey limpiaba las desagradables manchas de dedos que algún cochino había dejado en la ventana.


Notas

*El móvil está desaparecido. Antes de subir a la ventana, Alexander lo había colocado sobre el escritorio de Corbacho junto a la caja de cigarros. Irene podría ser la que encuentra el móvil dentro de un cajón en el despacho del profesor, lo que la convertiría en el nuevo blanco.

*El número romano representa el orden de lectura que sugiero, aunque se puede jugar con esto. Tal vez esto pueda servir de guía para ordenar todos los textos.

*Dividí el escrito en fragmentos y usé varias voces narrativas y dos tiempos con el propósito de distribuir los fragmentos entre las narraciones de los demás. Considero que de esta forma se intensifica el suspenso y, a la vez, se le da coherencia a la novela, si ésta llegara a ser.


jueves, 27 de enero de 2011

Desapercibidos

Desapercibidos


B empezaba a respirar un cierto cambio en el aire y no solamente era que se atreviera a bajar las escaleras en topless, despistadamente había robado una moleskine para zurdos en la biblioteca de la facultad, mientras B consultaba un libro. En la altura de las pantorrillas podía sentir sus bordes; ya dibujaría en los márgenes perfiles huidizos para después darle un movimiento de abanico y ver toda la animación completa de forzudos vestidos de ballet. A mitad de la escalera V esbozó una sonrisa al observar cómo los peces amarillos, bajo distintos grados focales, proyectaban los erguidos pezones de B, al tiempo que él escuchaba Autumn Leaves interpretada por Eric Clapton. The falling leaves/ Drift by the window/ The autumn leaves/Of red and gold/ I see your lips/The summer kisses/The sunburned hands/I used to hold/ Since you went away/ The days grow long/ And soon I'll hear/ Old winter's song/ But I miss you most of all/ My darling/ When autumn leaves/ Start to fall.

V dio unos cuantos pasos y B recordó las clases de baile de salón en las que V había practicado con su madre el vals que bailaría en la graduación de bachillerato de su hermana. La verdad fue que se dio cuenta de que la mayoría de la gente se mueve como un gato, con un ritmo interno que no traza días en el calendario. El sol de invierno olía a hierba seca y a castañas; pero incluso la propia sombra le enfriaba, sólo había un brillo anudado en la esquina de sus hoyuelos que planeaba rehiletes en el propio silencio. B observó la caratula de su reloj, eran justo las tres y media, hacía un frío que pelaba y rápidamente se ajustó aún más la peluca de mechas azules y negras que había comprado cerca del Museo del jamón . B escupió la goma de mascar sin que V la observara, pues bien sabía que aquel gesto le disgustaba porque le hacía recordar a una tía enrebozada que le cepillaba los cabellos con jugo de limón. Para B cursar el grado de maestría en realidad le fastidiaba, la vida debería ser más un paseo en bicicleta sobre una muda mancha azul, algo más que un atrapa moscas que se balancea a mitad de la pista de baile. Pero aquello era invierno y para B no había podido haber sido otra historia, otra balada que escuchar en circulares de avión. Tal vez si hubiera revisado lo falso que resultan los caminos de cebra todo hubiera sido demasiado afín al silencio de sus ojos. Sin embargo tenía corta vista para limpiarse las legañas de la hora tardía.

Cuando B y V llegaron a la escuela, el barullo era un crucigrama. L sintió el vuelo de una libélula revoloteando dentro de sus Everlast 1910. La misma marca que Cassius Clay, apodado mucho tiempo después “El más grande”, usaba en los rings de boxeo con su clásico estilo Flota como una mariposa, pica como una abeja.

B dio una ojeada al perímetro. El edificio al que se dirigían le produjo un ataque de hipo. Cuando llegaron no había nada que hacer. V respiró el aire como una bocanada plagada de graznidos de letras. Confusamente se filtraron motivos y porqués. Las voces se esparcían como neumáticos en una autopista. B se quitó la peluca frente a la conserjería vacía y vio que sus ojos en el cristal eran negros, sus cejas desiguales y en el rabillo del ojo rascó su cicatriz de varicela que hacía un año dos meses se negaba a desaparecer. Llevaba el pelo corto, un centímetro bajo la oreja con algunas luces rubias aquí y allá. Cerró el puño y golpeó la ventanilla.

  • Hola, hola.

Nadie se asomó. V que era más observador le detuvo la mano.

  • Deja ahí, qué no ves.

V le señaló un cartel. B por simple curiosidad se acercó a leer en voz alta señalando con el dedo cada palabra. La suerte le sonrió, aquel día se suspendían las clases, así tendrían tiempo de dar un paseo por el museo del Prado; pero por qué razón un murmullo seguía girando a su alrededor.

  • Pero qué chisme se traen.

  • Algo gordo ha pasado, ve cómo caminan,

  • Pues como pingüinos, sólo que más deprisa.

  • Si serás boba.

  • Pues yo esto no lo entiendo.

  • Demos una vuelta para preguntar.

  • La mochila me pesa tanto que me hace joroba.

  • Anda ya.

B y V caminaron sin estrecharse las manos.

  • ¿Quieres un bocadillo?

  • Mejor una bebida para asentar el estómago. Estoy muerto de hambre.

B hizo un ligero gesto de dolor.

  • Me siento agotada, un cólico me dobla el ombligo.

  • Tómate las pastas.

B y V se toparon en sentido contrario con una chica regordeta de acento francés que bajaba corriendo las escaleras del segundo piso.

  • No vayan por ahí.

Eso fue todo y se esfumó. A B se le escapó una risa, no tanto por su palidez, sino por el énfasis de la advertencia

  • Y a esa qué avispa le ha picado.

  • Júzgala.

B sintió como una cosquilla amarga se extendía del frío de sus pies a efecto dominó por todo su cuerpo, hasta amasarle el sentimiento en repliegues de hielo. V descorchó su cerveza y recordó la primera vez que había besado a B. Su lengua huía como un pajarito asustado bajo un farol de luz mortecina, y ya era tarde cuando sus manos tropezaron con sus senos y en un mordisquito cortado le dijo:

  • No me gusta que me toquen el pecho izquierdo del corazón. Trae mala suerte.

B se relamió los labios secos y del bolsillo de su abrigo sacó un par de Sincol.

  • Dame un trago, que se me hace un nudo.

V le pasó la lata de cerveza. Frente a ellos el absurdo ir y venir de la cuenta de los pasos sucedía conforme caminaban.

  • Qué horror.

  • Haz visto la cara de la profesora.

  • Es una monada, tiene un aire de Penélope Cruz.

El lugar estaba atestado de personas. Dos chicos ingleses llegaron corriendo y diciendo algo confusamente en inglés, algo así como que alguien se había disfrazado de pollo.

  • Lo has visto.

B sudaba y miraba absorta como una niña. No sabía qué hacer o decir. V también miraba, luego la observaba directamente a ella con sus evasivos ojos oscuros. En punta de pies alzó la cabeza como sorprendida, ruborizada brevemente, pues no cambió la expresión de su mirada. El frío le pellizco las piernas. Siguieron mirándose mientras los ingleses parloteaban.

  • Qué puede haber pasado.

  • ¿Alguien lo conocía?

Ella no se movió para apartar la vista sino que parecía descansar en los ojos de él con cierta curiosidad. Como siempre la mirada de él vacilaba. Todo parecía un ruido sordo.

  • Qué patético.

  • Vámonos de este lugar.

  • No es nada.

Una italiana que había viajado con ellos en metro se daba palmadas en la frente. B dio un nuevo trago a la bebida de V.

  • Por qué se empeñaría alguien en hacer algo así.

  • Qué tristeza.

  • Una calamidad.

  • Pero sí a mí me da igual. Yo ni siquiera lo conocía.

  • Si será mentira. Te desconozco cuando hablas de manera tan indolente.

  • No seas ridícula.

La chica enmudeció mordiéndose los labios. Para B todo aquello le parecía un gallinero.

  • Cocorico.

  • Kikeriki.

  • Kúkuriguu.

  • Kokekkoo.

  • Cock a doodle doo.

  • Quiquiriquí.


La verdad es que no entendía ni cló. La escena se fragmentaba entre siseos disonantes y en su pensamiento una extraña coincidencia, algo insensata, le hizo recordar a Olesya, una vecina que a cualquier hora del día se presentaba con un moretón reventado por qué el muy cretino de su esposo le ponía cada paliza por usar faldas tan cortas; y es que nadie se entera de nada hasta que algo huele mal. B se encogió de hombros mirando con disimulo sus tetas al aire, pues rara vez entendía de lloriqueos extranjeros. Olesya, un día estrenaba zapatos, otro un bolso nuevo, y nunca se sabía cuando iría al súper vestida de coctel. En aquel tiempo a B le daban ganas de que a cambio de una bicicleta le dieran un par de cachetadas, o ya si tenía suerte que le rompieran la pierna. Cómo se le ocurrían ese tipo de cosas. Pero lo que sucedía era que B no entendía o entendía al margen de la línea mental.

  • Claro, son las rachas, hay rachas mejores y otras peores, lo malo es cuando destaca el olor.

  • Pero de qué hablas.

  • Del sexto sentido.

  • Quítate los pájaros de la cabeza.

B y V caminaron con distracción observando las paredes de los corredores con los muros plagados de anuncios, acrósticos y epitafios dedicados a un tal Alexander García, y uno que otro pin-up de la década de los cincuenta que les saludaba con una sonrisa muy sugerente. No había atajos. V en sus manos sentía las sílabas de su latido. Llegaron a la cafetería, el ambiente estaba que hervía de marabunta. V advirtió las mismas expresiones de los rostros, casi como si estuviesen calcadas de un comic de Quentin Beck. B se comió las uñas. Todo era tan confuso y absurdo.

  • Está loca.

Dijo un anciano con una carpeta bajo el brazo que se movilizaba entre la gente en dirección a una mesa de manteles que decía claramente reservado. B aturdida pensó que en aquel lugar había que hacer reservaciones previas para sentarse a comer un bocadillo.

  • Qué disparate.

  • Donde quiera hay escándalo.

  • Qué raro.

  • Ven, dame un abrazo.

  • Mmmmm es verdad estás engordando. No estarás…

V sonrió por su torpe broma.

  • Son las pulgas. Pídeme una Heineken.

B sintió deseos de ser otras B en la misma B. Sin exageración aquel ambiente le hacía sentir pesadumbre. Estornudó y dos hilos se le escurrieron por la nariz. Agachó la cabeza y con el puño izquierdo del abrigo de segunda mano se limpió. Una desconocida vestida de azul le dio una palmadita en el hombro. Otra, una chica japonesa que caminaba en sentido contrario al de ella le dijo tranquilízate, cariño y sus labios olían a chicle. Fue entonces que casualmente el mundo giró y B se sacudió el mismo lugar por si acaso le habían dejado migajas o un mensajito pegado. Después volvió a mirar la ensombrecida vida que se cernía tras su espalda. El anciano con gafas conversaba en tono bajo y de manera alterada con un chico que por su gesticulación también parecía turbado. La gente pasaba de aquí para allá. Un escalofrío le recorrió la espalda. Los de la mesa de a lado comían filetes y hablaban entre ellos.

  • Haz pensado en donar tus órganos.

  • A mí que me quemen.

  • Pero vivo.

  • Qué insensible eres.

  • Joder.

  • Tú que prefieres, ser comida de gusanos, abono para zacate o croquetas para peces.

  • En su lugar preferiría que me recetaran la eutanasia.

Los cuatro se rieron y sin saber por qué B también sonrió. Todo era posible. V regresó con un par de cañas. B estiró sus piernas para subirlas sobre la silla de enfrente, así V podría sentarse a su lado. Tenía tantas ganas de fumar. Para calmar la ansiedad comenzó a doblar una servilleta para hacer un barco de papel.

  • En qué piensas.

Dijo V poniendo su mano sobre su pierna. Ella no lo sabía. Un trecho de su pasado tras otro, sin orden, abría las líneas de su mente, deshaciendo y rehaciendo su vida desde aquel momento que tomó el avión de México a Barajas. Así que sólo se le ocurrió contestarle que en hacerse monja.

  • Cómo dices sandeces. Mójate los labios. Estás tan pálida que pareces un muerto.

B sintió que la sangre se le iba a los pies. La mano le tembló como si tuviera párkinson. V le hizo cosquillas en las axilas clavándole un par de dedos. B lo abrazó con ganas de vengarse. Pero un nuevo grupo de chicos pasaron musitando.

  • Piénsalo bien.

  • No seas absurda.

  • Nadie se suicida así como así.

  • Esto me pone nerviosa.

  • No puedo ir contigo.

  • Qué harías tú en mi lugar.

  • No ir a sesiones de tesis con esa zorra.

  • La última vez que quedamos no había nadie en su despacho.

  • Te acuerdas que se escondió tras el librero y fingió no vernos.

  • Luego estrelló el cristal con una naranja.

  • El robo del libro no era para tanto.

  • Por lo menos avísame dónde vas a pasar la noche. Lo demás no me interesa.

  • No eres mi madre.

  • Sólo quiero saber.

  • Lo que haga o no en mi tiempo libre da lo mismo.

  • No me estás entendiendo eres libre de hacer lo que te plazca.

  • ¿Nos vemos mañana?

  • Después.

  • Espera no te vayas enojada.

La sujetó del brazo intentando retenerla.

  • Déjalo así.

  • Escúchame bien.

  • Suéltame.

  • Tienes la mente retorcida, igual que Irene.

  • Mejor hazte a la idea de que ya estoy grandecita, y que morirse le puede pasar a cualquiera.

  • Tienes razón, ya eres mayor; pero no te pases de lista.

A la salida de la cafetería se despidieron con un beso ruso y aunque los rumores se empalmaban B no confiaba en las frases sueltas ni en las personas que bebían productos light. Todo aquello pese a que le daba un mal sabor de boca le parecía un chiste negro, uno de esos que hace perder el llanto y el habla.

  • Cosa de un mal rato.

  • Ya se nos pasará.

  • Como si la vida fuera un accidente o un capricho.

  • Qué desdicha.

  • Pura casualidad.

  • No sé de qué me hablas.

  • Cómo iba a saber que quedarían para tomar un café.

  • Sabías que le conocía.

  • Todo fue una coincidencia

  • No te conduele.

  • Quizá por eso no leo los periódicos.

Dos chicas se miraron a los ojos, quisieron sonreír, pero una pequeña soledad se cruzó a mitad de su distancia, cuando observaron que en una de las mesas un par de señoras, con carpetas abrazadas y cada una con sus portafolios, no terminaban de despedirse.

  • Qué es lo que no entiendes.

  • Todo parece una pesadilla suspendida.

  • Por lo visto habrá todo un movimiento.

  • Se trata sólo de suplencias.

  • Tiene lógica.

  • Quisiera ayudarle.

  • Pero si es un vejestorio.

  • El asunto me ha conmovido, siento como si estuviera muy lejos y esto fuera un espejismo.

  • Una toma sus precauciones y ya ves, lo inesperado te da una sacudida.

  • Te aconsejo no pensar en eso. Ya habrá tiempo de sobra.

  • Pero si no puedo impartir ni los temas en clase, estoy con los pelos de punta, la carne se me hace de gallina.

  • Tienes razón, todo mundo habla de ese chico.

  • Yo tengo un alumno que siempre levanta la mano, y con descaro me pregunta: a usted qué le parece como actúa Jack Nicholson en El cartero llama dos veces. Sé bien que es una trampa. Están obsesionados. A mí me gusta el libro de Dashiell Hammet, pero esto me sobrepasa. Incluso cuento los segundos de silencio. Luego hay otro que me pregunta si he pensado en mi testamento. No es que me enfade. Lo peor es cuando me piden que opine sobre Irene Vázquez.

  • Deja de eso, luego está ese tal Paco.

  • Qué quieres que te diga, es un desastre.

Cada una tomó de su bebida.

  • A mí me da por pensar que lo mataron.

  • Es posible. La pasión siempre es una condena de muerte.

  • Qué sandez. Nada tiene que ver con nada. Todo parece una pesadilla suspendida. A veces cuando me doy una ducha me da una risa histérica o un dolor de migraña, hasta me dan ganas de cortarme las venas con el rastrillo. Luego me tranquilizo.

  • Relájate, no dejes que los alumnos te desesperen. No servirá para nada.

  • Pero no te das cuenta, esto perjudica a cualquiera.

  • A mí me afecta poco. No pierdas tu tiempo.

  • Me fatiga tener que soportarlos.

  • Llévalos por las ramas.

  • Sufrir la muerte y soportar la vida.

  • Erre que erre.

Las dos mujeres se despidieron. B bostezó, hasta dónde llegaría aquel remolino de murmullos sino ponían punto y seguido a la situación.

  • Cambia esa cara.

  • Aquí han matado a alguien.

  • ¿Hace cuánto?

  • No entiendo ni pizca; creo que fue algo exprés.

  • Qué más da. Nosotros tenemos seguro médico que cubre los gastos de repatriación. No creo que haya problema en eso.

  • El problema es buscar un asesino.

  • Fuéramos tan pudientes.

  • No te preocupes, lo más fácil es comprar un matarratas.

  • Eso ya me entusiasma. Es tan cotidiano.

B no dejaba de echar un vistazo a las demás mesas. Sobraban los comentarios.

  • ¿Crees en Dios?

  • Qué pregunta tan ridícula.

  • En ocasiones y con dificultad.

  • ¿Y tú?

  • En momentos de mal gusto.

  • Dicen que puede leer el pensamiento.

  • ¿Sin papeles de guión?

  • Día y noche.

  • Absurdo.

  • Incrédula.

  • Es algo práctico.

  • Dios también tiene ganas de días libres, de salir a beber coca colas con hielo.

  • Basura.

  • Sea como sea el asunto es peculiar.

  • Una mugrienta historia.

  • De fría calma.

  • De la grosera muerte.

Todo ese intrincado de ideas a B no le importaba gran cosa. Sólo pensaba en que en extrañas ocasiones nos damos cuenta en qué momento nos hemos convertido en un cadáver invernal hasta que espantamos las moscas a manotazos sobre nuestras cabezas. En aquella película sólo había bastado una caída para que la realidad jodiera la cáscara de algodón de un tipo llamado Alexandro García. Cualquiera, incluso V, podía caer bajo sospecha o en el mejor de los casos ser la siguiente víctima.


Carolina Acosta Escareño