lunes, 10 de enero de 2011

Investigación del profesor Corbacho

Dejo aquí el texto ya completo. Es una primera versión y se puede retocar si es necesario en función de los problemas de compatibilidad que surjan en clase.
Para la lectura, recomiendo que se vayaa las notas al pie de página (que están medio escondidas por culpa de blogspot y que en word se ven mejor) a medida que se avanza.



Demonios.

Eran las tres de la mañana y ya no podía dormir. El sobresalto que me había devuelto a la vigilia lo había estropeado todo. Ahora mis ojos pedían luz. Daba vueltas y más vueltas en la cama tratando de aliviar los picores que en las piernas me producía el pijama de franela. El reloj seguía marcando la misma hora que la última vez que lo comprobé, hacía una eternidad, y su inmovilidad me desesperó. Prendí la lámpara de la mesilla y retiré la pesada frazada. La casa estaba helada y mis pies aullaron al rozar el suelo. Mi rodilla derecha lo llevaba avisando desde hacía varias semanas: el final del otoño prometía ser insoportable.

Cogí de la nevera un cartón de leche que mis dedos apresaron como garras. Como garras... moribundas. ¿Desde cuándo los temblores eran así de intensos? ¿Desde cuándo mis manos sufrían espasmos violentos? Las venas moradas, gruesas, que me recorrían la piel blanquecina y la fragilidad con que el cartón se agitaba hasta que lo deposité en la mesa, renovaron en mi memoria la imagen de ese chico al que habían encontrado por la mañana, pálido y frío, los labios helados como la niebla que lo envolvía, en el patio de la facultad. Esa imagen se había vuelto mi pesadilla, tan exacta a cómo yo la había vivido, tan real y a la vez tan diferente. La escena era la misma. Los actores, los mismos. Desde la misma esquina, a través del cristal, un par de chicos camuflaban su morbosidad mirando el cuerpo de reojo. El cuerpo. Ese cuerpo ya no era el mismo. La misma postura, sí, la misma rigidez, incluso el mismo gesto de horror en los ojos. Pero, en mis sueños, no aparecía ese chaval, como se llame. No. Tampoco lo rodeaban los murmullos que repetían la hipótesis del suicidio suicidio -me hace gracia lo ingenuos que somos, nos inventamos lo que sea, una y otra vez, de la forma más perversa, para no admitir que nos matamos los unos a los otros-. Si me desperté sobresaltado fue porque al mirar la cara del cadáver sus rasgos me confirmaron lo que llevaba intuyendo los segundos o siglos que había durado el sueño. Yo era el cadáver.

Eran las tres y cuarto. Normalmente duermo de un tirón hasta las cinco, hora en que mi vejiga me llama con insistencia, y, tras ducharme y tomar un café solo, bien cargado, a las seis en punto empiezo a trabajar esperando la primera luz del día con la mente lúcida. Hoy no iba a ser posible. Me senté en el despacho y dejé que mi memoria regresara a la agitación del día anterior, una nebulosa informe de imágenes que saturaban mi cabeza. Trataba de aclararme, pero mi cerebro no me respondía. Si algo me molesta en esta vida es que, a mis años, después de todo el ejercicio intelectual a que me he sometido, aún haya momentos en los que no pueda pensar con claridad cuando me lo propongo, momentos en que siento que mi sistema cognitivo regresa a un estado anterior de la evolución, como un primate, o como la mayoría de mis alumnos de primero. Necesito liberarme de todo esto. Necesito expulsarlo, así que me armo de papel, pluma y tinta y me dispongo a realizar aquello que siempre me alivia cuando me asalta esta súbita necesidad de comunicación: escribir un artículo académico.


RECONSTRUIR PARA RESOLVER. ESTUDIO COMPARATIVO ENTRE EL MITO DE SHAIDALUFER Y EL “ASESINATO SIN RESOLVER EN EL EDIFICIO D”, (ANÓNIMO)1

¿Qué pastilla quieres? ¿La roja o la azul?

Fray Juan Calagurritano del Sueño Eterno

Reconstruir para expiar

Cuando en 1975 el famoso investigador inglés John D. Pathrow descubriera en la iglesia de Santa María de la Buena Fe, a las afueras de Palencia, un manuscrito del siglo XVIII que recoge una de las aventuras apócrifas que Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, realizó por tierras de León, pocos sospecharon la importancia que tendría para la filología dicho hallazgo. En él se encuentra la única pista que permite rastrear la hoy indiscutible existencia de una civilización única en torno a Busdungo y Camplongo, pueblos en el nacimiento del río Esla, provincia de León, cuyas manifestaciones artísticas y culturales de asombrosa finura están desarrolladas hasta niveles que incluso Roma, el Imperio que la aniquiló y borró cualquier huella de su magnificencia, probablemente en decadencia desde hacía siglos, jamás llegaría a soñar.

Dado que mis investigaciones lingüísticas y arqueológicas a propósito de lo que he dado en llamar -y estoy seguro de que me reconocerán el acierto- la “civiliantesdelación”, son suficientemente conocidas y han suscitado una polémica que se ha filtrado a ámbitos en los que nunca pensé adentrarme, mi propósito en estas páginas es únicamente referirles mis conclusiones acerca de uno de los últimos hallazgos de mi grupo de investigación, unas inscripciones perfectamente conservadas y legibles,2 sobre bronce, que narran la leyenda de Shaidalufer.

Shaidalufer fue uno de los sabios más importantes de la cultura “civiliantesdelacionense”, un hombre extraordinariamente longevo3 que gozó de gran prestigio y reconocimiento en la corte del monarca Sirtenbirs (c. 600 a.C.), reinado de cuyo esplendor él fue el verdadero artífice. No era solo un consejero real, sino también un entregado maestro, un gran alquimista y un hombre dispuesto a ayudar en cualquier arte que necesitase de sus fabulosas dotes intelectuales, especialmente el arte de la resolución de crímenes4. Según el testimonio que pude descifrar, el caso más famoso en el que Shaidalufer tomó parte fue el de la extraña muerte de la joven Shamlaparson, una de sus estudiantes, aparecida muerta en extrañas circunstancias una gélida mañana de invierno, aislada en una dependencia del palacio en el que impartían las lecciones de artes y ciencias. Pero lo importante del suceso no son las circunstancias en que apareció el cuerpo, ni siquiera la escasa información que se pudiera recopilar acerca de cómo ocurrió el crimen, sino lo que sucedió inmediatamente después, recogido en varias fuentes. Reproduzco la traducción del testimonio, grabado en el bronce, de un alumno que recoge las palabras de su maestro Shaidalufer: “Shamlaparson ha muerto. ¡Ay!, pobre Shamlaparson y pobres de nosotros para siempre, solos ya en tierra de lobos para siempre. Shaidalufer camina y habla. Susurra rápido. Dice, “Shamlaparson muerta yace. Shamlaparson ha sido muerta. La diosa nieve ha apagado sus ojos. Rodean su cuerpo muchos. Demasiados lo hacen. No todos menos uno lloran5. Anifreston, la de blanca capa, sonríe. No todos menos uno buscan al culpable. Anifreston, la de blanca capa, huye despacio. No todos menos uno son inocentes. Anifreston, la de blanca capa, es culpable.” Shaidalufer deja de caminar, se ciñe la espada y sale al campo nevado gritando “¡Anifreston, no huyas!, ¡Anifreston!, ¡Anifreston, he de encontrarte!” ”. Hasta aquí el testimonio. Entre la muchedumbre congregada en torno al cuerpo sin vida de Shamlaparson, había una persona que fingía el dolor y se alegraba de la muerte, que se escabulló del lugar en cuanto tuvo ocasión. Una persona que, quédense con el dato, realizaba dos acciones fundamentales: sonreía y huía. Esa persona, Anifreston, era la culpable.

Como hemos visto, el procedimiento para la resolución del conflicto es la reconstrucción mental de la escena, algo que Shaidalufer utiliza también como forma de expiación, de bálsamo para su conciencia inquieta (observen la sintaxis apresurada, la interjección inicial, el patetismo del dolor...). Es el poder mágico de las palabras sabias el que devuelve la tranquilidad al héroe.

Este procedimiento nos es útil también para el caso del asesinato del joven que va a llenar las páginas madrileñas de sucesos en los próximos días6. Como afirmó el sabio Lorenzo Ballesteros Herrero, maestro de Ramón Menéndez Pidal, “quien conoce el presente, conoce el pasado, y todos los misterios le serán resueltos”7 (Ballesteros Herrero, 1925: 89). Siguiendo al maestro, este es ese presente o, más bien, este fue ese presente, tal y como se veía entre las ocho y media y las once de la mañana del jueves 9 de diciembre desde el lugar al margen en el que me encontraba:

El joven finado, en el centro. En contacto con él, un médico y un policía. Por detrás de estos, dos periodistas y un estudiante que no dejaba de hablar con todos, como recabando información. Finalmente, un grupo indiferenciado de estudiantes, profesores y diferentes curiosos. No me fijé en sus caras, pues todos miraban hacia abajo, bien por dolor, bien por curiosidad hacia el cuerpo, o bien por ocultar una sonrisa delatora.

A las once y cuarto presté declaración ante un policía cuyas maneras eran bastante rudas, probablemente tratando de ocultar su ineptitud.8 No sonreía. A las once y media hablé con un periodista impertinente que decía haberse citado conmigo. Su profesionalidad era dudosa. Me atrevería a afirmar que incluso sospechosa, si bien él tampoco sonreía. A las once y cuarenta y cinco me crucé con una señora de la limpieza. Tampoco sonreía, parecía... una señora de la limpieza. A las doce en punto las cosas cambiaron. Vi salir a la profesora Vázquez9 de la facultad seguida por una joven. Parecían nerviosas, pero no pude verles la sonrisa. Veinte minutos después, un estudiante sonrió cuando pasé por su lado, y varios más le imitaron. El ajetreo se volvió constante, las sonrisas empezaron a multiplicarse y el ruido y las voces resonaban por todas partes. Un rumor circulaba perfectamente audible entre la confusión: suicidio. Qué barbaridad. Escandalizado por la incapacidad y estulticia que me rodeaba10, decidí dejar el lugar e irme a casa, sonriendo al salir a la calle y sentir el sol templando el aire helado. Cicerón me esperaba en la mesa del despacho11.

Esto es lo que sé, las palabras de las que partir, la reconstrucción del presente. La cara del joven apenas me sonaba, ni siquiera conozco su nombre, pero debe bastar. Los supuestos “datos ciertos” son solo apariencias que dificultan la labor intelectual. Ahora es el momento de, como Shaidalufer, emplear la lógica.


Cuando me desperté, el sol entraba por la ventana y la luz me golpeaba en los ojos. Me dolía la cabeza. No sabía qué hora era ni dónde estaba. Unos instantes antes, mi caballo vagaba perdido entre los robles de los montes de León, buscando algo o a alguien, y ahora el brazo en el que tenía apoyada la cabeza se me había dormido, sentía los dedos agarrotados y una mancha de baba se extendía por encima de los folios en los que había estado trabajando. Ya volvería más tarde sobre ello. Eran las cinco del mediodía. Recordaba que, antes de dormirme, aún no había amanecido. Mi siesta se había alargado diez u once horas. Aunque no me habían comunicado nada oficialmente, suponía que la facultad estaría cerrada. En cualquier caso, no me iba a molestar en llamarles para avisar.

Releí lo que había escrito. No iba mal. Quería continuar, pero tenía que comer algo. En la nevera solo había un cazo de caldo de pollo y un par de plátanos medio podridos. Calenté el caldo y me lo tomé sentado en la mesa de la cocina, con el pijama aún puesto, oliendo a sudor. Al levantarme, por la noche, había olvidado ponerme la dentadura, así que dejé los plátanos para otra ocasión. Tenía prisa por sentarme de nuevo a escribir, un ímpetu que creía haber dejado atrás hacía mucho. Era el mismo sentimiento que me impelía a devorar uno tras otro los libros de detectives cuando tenía trece o catorce años. Me encantaban Sherlock Holmes y Hércules Poirot, con su inteligencia portentosa y su encanto natural. Mucho más elegantes que todos esos detectives de pacotilla que vinieron después, que América se inventó y Europa, demostrando una vez más su irresponsabilidad, copió. Marlowe, Maigret y esa chusma, unos brutos que apenas sabían hablar y que no dudaban en recurrir a la violencia en cualquier ocasión. Perdieron toda la clase que habían tenido. Es incomparable un personaje como Poirot, paseando por el lujoso Orient Express, un auténtico gentleman confiado a su sangre fría y a sus células grises, frente a cualquiera de esos más que sabuesos, chuchos, que se arrastran por las cloacas de cualquier ciudad y que son incapaces de enfrentarse a cualquier reto intelectual de cierta altura, a cualquier prueba que requiera un mínimo de inteligencia, por mucho que la profesora Vázquez con sus moderneces se empeñe en negarlo. Y todavía habrá gente que piense que la sociedad no camina irremisiblemente a su perdición.

Me senté de nuevo frente a los folios. Era el momento de comenzar la segunda parte del artículo.


Reconstrucción como indagación

En el mismo bronce que el testimonio de este estudiante anónimo, encontramos otro, más extenso y con una mayor riqueza acerca de la forma de trabajar de Shaidalufer. Quizá por esa razón aparece firmado. Su autor, llamado Leisquesten, es otro estudiante, probablemente más avanzado que el anterior y que demuestra mayor rigor a la hora de escribir y de captar los aspectos importantes del trabajo de su maestro. Dice así: “Shamlaparson murió por causa y mano desconocida. El maestro, Shaidalufer, se mueve por el claustro e intenta comprender. Primero se mueve, se agita y se sienta. Dice: “No todos menos uno son inocentes.”. Entonces se mueve y se agita hacia atrás. Camina de espaldas, sin caerse, hacia atrás. Asombro de todos ante la habilidad de Shaidalufer para caminar de espaldas, sin caerse, hacia atrás. No se pisa la barba, tampoco, aunque camina hacia atrás. Dice, “tengo que volver, tengo que caminar hacia atrás, no todos menos uno sonríen, ¿por qué no todos menos uno sonríen? La respuesta está detrás, tengo que caminar hacia atrás12”. Shaidalufer camina hacia atrás para encontrar el motivo, porque de quienes rodean a Shamlaparson, uno ya la conocía detrás. Shaidalufer camina cada vez más rápido hacia atrás, corre entre las columnas y grita desde el otro lado del claustro para que podamos oírle: “Quien no llora pero sonríe, quien no busca pero huye, es el culpable. Debéis buscarlo atrás”. Cuánto me alegro de que Shaidalufer sea mi maestro, él es el hombre más sabio del reino, él tiene barba blanca y habla con los animales. Él sabe hallar lo escondido.” Continúa, durante varias líneas, el discípulo ensalzando a su maestro, y concluye: “Shaidalufer ha dejado de correr hacia atrás y ahora apoya la cabeza en el suelo y los pies en alto, y la túnica se le cae y deja al descubierto lo escondido, porque quiere ir más atrás, y grita: “Anifreston, la de blanca capa, es culpable. Anifreston, la de blanca capa, sonríe. Anifreston, la de blanca capa, huye. Ella mató a Shamlaparson porque se conocían detrás, mucho detrás. Anifreston, la de blanca capa, quiso dormir con bella Shamlaparson, pero Bantaqber, madre de bella Shamlaparson, la ofreció a joven Lariston, que la amaría para siempre. Anifreston, la de blanca capa, no quiso más a Shamlaparson pero odió a Shamlaparson y, movida por el odio, asesinó a Shamlaparson. Dadme mi caballo, he de salir a buscar a Anifreston”, dijo Shaidalufer, que tenía la cabeza en el suelo y los pies en lo alto”.

Hasta aquí, el testimonio del estudiante, lleno de amor y admiración hacia su maestro, el sabio y respetado Shaidalufer., que hace la postura vulgarmente conocida como “el pino” para ver el pasado. Sin embargo, aún hay otro testimonio importante que ayuda a aclarar muchos de los misterios y que da cuenta de la magnitud de la figura de Shaidalufer. Es un testimonio que he publicado en un artículo anterior (Corbacho, 1995), pero que cobra pleno sentido en este momento. La que habla no es otra que Anifreston, “la de blanca capa”, y lo hace desde la mazmorra, poco antes de ser ajusticiada13: “Sí, amé a la bella Shamlaparson, pero Bantaqber dijo “no”, no la bella Shamlaparson, sino Bantaqber dijo “no”, y nos prohibió vernos. Nos lo prohibió aunque sabía que era imposible que no la viese, y después de las clases nos quedábamos solas, y hablábamos de escaparnos. Pero un día me dijo que amaba a Lariston porque era más joven que yo y la cuidaba y la alimentaba bien, y la locura se apoderó de mí. Saqué el puñal, lo clavé en la carne tierna y escapé por la ventana, lejos del aullido de mi amada Shamlaparson. Por la mañana volví al lugar donde ella había muerto y la miré, y sonreía cuando todos lloraban, huía cuando todos buscaban, porque la amaba y ahora estaba loca y lo sabía. Por eso, cuando vi llegar a Shaidalufer entre el polvo, con el sol reluciendo en su espada, supe que había de morir, y que era justo. Shaidalufer lo sabía todo. Él habló con Bantaqber pero ya lo sabía atrás, solo esperó que Bantaqber dijera: “sí, así ocurrió”. Shaidalufer vivirá para siempre y yo desapareceré para siempre, lejos de Shamlaparson”.

Este es el estremecedor testimonio de Anifreston, probablemente grabado en la piedra por el escriba unas horas antes de su muerte, condenada gracias a que Shaidalufer reflexiona sobre el pasado de Shamlaparson y descubre la relación entre ambas, que la anciana madre le confirma. Es gracias al poder de su razón como el héroe resuelve el crimen, convirtiéndose en un ser superior, dotado de esa categoría sobrehumana que Anifreston califica como “vivirá para siempre”.

Aplicando, pues, la misma metodología que Shaidalufer utiliza, el investigador que desee resolver el crimen en el D debe bucear en el pasado del chico y, de entre todos los motivos posibles que se pudieran aducir, elegir aquél que apunte a esa famosa persona que “sonreía y huía”, que se escabulló del lugar de los hechos y recibía algún beneficio -sea este moral, visceral, pecuniario o de cualquier otro tipo- o, como a Anifreston, le dominaba la locura, un trastorno que dibujaba en su rostro una alegría irreal, un simple trasunto oscuro del dolor. Sencillo. Como vengo repitiendo y no me cansaré de hacerlo hasta que sea efectivamente recordado por todos mis colegas y alumnos, todo está en los textos. Solo quien sabe leer los textos sentirá el filo bruñido de su espada relumbrar al sol y vibrar al son de la Verdad y la Justicia.


Ya lo tenía. Estaba claro. Con unos principios, metodología, rigor y, lo más importante de todo, partiendo del texto base, solucionar el misterio era posible. Me sentía emocionado. Era ya noche cerrada y apenas podía distinguir las letras. Me dolían los ojos por el esfuerzo, pero había merecido la pena. Caminé, aún con el pijama que no me había cambiado en veinticuatro horas, hacia el salón. Mis axilas vertían un olor desagradable y pastoso, un olor a viejo. Salí al balcón para respirar el aire helado, desafiando a toda pulmonía. Las farolas brillaban con fuerza y el ruido del tráfico era ensordecedor. El mundo rugía y ardía a mi alrededor sin prestarme atención. Sabía lo que debía hacer. Solo me faltaba un testimonio, y me esperaba ahí fuera. Era la hora en que yo, Epidio Corbacho Rey, saltaba a la batalla para encontrarme con mi destino olvidado de héroe.

Pasé los siguientes días simulando volver a la rutina. El fin de semana estuve en casa, ocupado con la lectura de una de las tesis que dirigía, y el lunes regresé a la facultad, tratando de pasar inadvertido para recopilar todos los rumores que me fuera posible. Intentaba continuar con las clases y la que había sido mi vida sin levantar sospechas, pero yo mismo me veía temblar de emoción cuando creía descubrir algún posible indicio que arrojara luz sobre la gran duda que me corroía, la gran duda que me impedía dormir por las noches y que retrasaba el momento decisivo en que me iba a convertir en el justiciero que todos esperaban. ¿Quién es ese personaje cuyas palabras me harán ver la luz? ¿Dónde está Bantaqber?

Mi obsesión -así llegué a calificarla en mis noches de insomnio- no me impidió darme cuenta de que algo vibraba en los pasillos de la facultad. De repente, parecía que las paredes estaban atentas a cada paso, que cientos de ojos observaban desde las sombras y que el silencio se había vuelto oscuro, extraño, peligroso. En mi febril búsqueda, había llegado a dividir a todos los que me rodeaban en dos grupos, quienes sospechaban de mí -un temblor apenas perceptible en la voz, una mirada sutilmente aviesa, como la del cazador sobre la presa que no conoce aún su fatal e ineludible destino- y quienes pretendían arrebatarme la gloria, ese camarero, esa señora de la limpieza, incluso el padre X, que parecían haberse transformado. Aquellos a quienes llevaba años saludando con familiaridad (sin llegar jamás al nivel soez de la simpatía) eran ahora extraños que me perseguían para impedirme cumplir mi misión (me vienen a la cabeza las famosas palabras del gran sabio chino Mi Nhi Noh a finales del siglo XII: “cuando el sacerdote corra tras de ti, no le mires a los ojos”). Y yo aún no había encontrado el último testimonio.

Por si fuera poco, las escasas horas en que conseguía dormir era atacado por imágenes fúnebres y pesadillas que me hacían despertar agitado y sudando, lo que debilitó notablemente mi salud. En los sueños se repetía una y otra vez la misma imagen sin perder su efectividad: un bosque nevado, el aullido de los lobos y un hombre inmóvil tendido boca abajo, tiñendo la blancura con su propia sangre, que se derramaba desde la espalda, donde tenía clavada una espada, y continuaba en un hilo sinuoso hacia el valle, lejos de mi vista. Cuando me acercaba y giraba su cuerpo, descubría una y otra vez el mismo rostro y la misma expresión de horror, el mío e, indefectiblemente, un segundo después me despertaba aterrorizado.

Ese maldito testimonio.

Pasaban los días y mi arrojo flaqueaba. Los rumores parecían dispersarse, como si hubieran perdido el centro y ahora vagaran, desorientados, entre una niebla sin referentes. Otra vez me ocurría lo mismo. Otra vez sentía la solución tan cerca pero no conseguía apresarla. Otra vez debía resignarme a esta vida rutinaria, a estas clases sin sentido, a estos alumnos insoportables. Otra vez, a sentir el odio del mundo atravesándome por la espalda. Yo, que solo había querido ser el héroe que ellos necesitaban. No había sido capaz de encontrar a Bantaqber. Todo estaba perdido, otra vez.

A no ser...


Reconstrucción como resolución.

La mentira está en el futuro

la verdad habita el origen

Driyeptur

Finalmente, apareció el último testimonio en el único lugar en que podía estar. El origen. Shaidalufer lo había hallado sin moverse de su palacio, solo caminando hacia atrás, porque la bella Shamlaparson jamás había salido de su tierra, nunca había cruzado las fronteras de Busdungo y Camplongo. Atrás y antes se encontraban en el mismo lugar. El investigador que deseara resolver el asesinato descubierto el pasado jueves necesita algo más que células grises y varios rumores dispersos. Necesita un asidero, un origen. Allí, como nos dice Driyeptur14, “habita la verdad”. Vive la verdad, físicamente. Remóntense, por tanto, al origen. Buceen en él, en la oscuridad que precede a la luz, en las tenebrosas tierras enfangadas del pasado. Tanteen, amigos, pero no demasiado. La solución sigue estando en su cabeza15.


Bien, al final lo resolví. Entendí cuál era la pieza que me faltaba, aquello que Shaidalufer sabía y que yo, imperdonablemente, había olvidado: un nombre, Alexander García Barceló; y un lugar, un origen: San Juan de Puerto Rico. “En el origen habita la verdad”. Y descubrí la verdad, la única posible.

La verdad es que dormitar en la playa en diciembre, tostándome al sol, es mucho mejor que corregir exámenes. La verdad es que la joven mulata que se broncea a mi lado es espectacular y ni siquiera ha oído hablar de la “civiliantesdelación”. La verdad es que, sin decírselo a nadie, cogí un avión de Madrid a San Juan para hablar con Alejandra, la madre de Alexander, la Bantaqber de esta historia. Ella solo respondió a mis preguntas con una frase: “para nosotros, nuestro hijo murió hace mucho tiempo”. Sentado en la playa, oyendo el rugido del océano e imaginándome a toda la facultad en Madrid intentando averiguar dónde me he metido, pienso que esa es una buena verdad. Alexander ya había muerto hace mucho tiempo, no tiene sentido hurgar más en ello. Saber eso me permite dormir de un tirón durante diez horas, soñar con mulatas cuarenta años más jóvenes que yo y vivir la vida, la poca que me queda, sin preocupaciones. Al demonio mis investigaciones. Alexander no existía. Alexander no era un chico de carne y hueso, sino algo mucho más importante: la pieza que faltaba en mi vida. A Alexander no lo asesinaron. Si acaso, a Alexander lo mató mi hada madrina, profesora Vázquez, muchas gracias.

¿Se me ha escapado? Bueno, era evidente, el razonamiento era perfectamente lógico y llevaba a una única posible conclusión. Solo hubo una pequeña confusión: en este caso Bantaqber no era una mujer, sino un hombre, el testimonio que faltaba no estaba en este caso en el sexo débil, sino en el fuerte (¡Ja!, ¡chúpese esa, profesora!). La profesora Vázquez no es lesbiana, eso solo es un rumor que me encargué de difundir entre los círculos académicos. Estoy convencido de que amaba a Alexander y que este la había rechazado varias veces. Este es el último testimonio: Cuando la madre de Alexander se despidió de mí y salió del bar en el centro de la ciudad donde habíamos quedado, un hombre se me acercó. Era su padre, Edmundo, un hombre arisco e imponente que, sin apenas saludarme, me enseñó una foto en la que aparecía, desnuda, tendida en una cama estrecha sin sábanas, la doctora Vázquez. “Esta es la primera española con la que se acostó mi hijo”, me dijo. “Me envió la foto con una carta en la que me decía que el fantasma de mi hijo, ese que nosotros dábamos por muerto, seguía acostándose con mujeres del otro lado del Océano. Solía enviarme una cada semana, era toda la comunicación que teníamos. Quería martirizarme”.

Así que fue ella. Mi mente se puso a funcionar y resolvió el puzzle: el descubrimiento del cuerpo, la huida de la profesora con su becaria, probablemente el cebo con el que la doctora Vázquez atraería a Alexander, lo drogaría y, entre ambas, lo golpearían hasta matarlo y arrojarlo desde la ventana de su despacho al patio interior.

Pero ya daba lo mismo. La vida era hermosa sin culpables. La arena se incrustaba en las arrugas de mi cuerpo, el calor me aplastaba contra el suelo y nadie en el mundo conocía mi paradero paradisíaco. No necesitaba ninguna espada refulgente brillando al Sol ni salir cabalgando a la llanura para encontrar a Anifreston. Ni siquiera necesitaba ya textos. Ni siquiera necesitaba ya palabras. La vida era hermosa sin palabras.

1Utilizo esta terminología consciente de su provisionalidad. Sé que mis colegas disculparán mi premura al ocuparme de un asunto tan candente y del que aún no tenemos todos los datos o, al menos, que guardarán su juicio hasta el final de la lectura. En cualquier caso, confío en su benevolencia -aunque la experiencia me haya hecho dudar de que algunos posean tal cualidad- y me comprometo a introducir las modificaciones pertinentes a medida que sepamos más acerca del caso y la identidad del autor.

2Siento pena y vergüenza por igual al admitir que aún soy el único capaz de traducir con cierta precisión la lengua de la “civiliantesdelación”, dato que pone al descubierto las carencias de las nuevas generaciones de estudiantes en España, más interesados en modas postmodernas y deconstructivas que en la verdadera sabiduría.

3En este sentido, podría emparentarse con el más conocido “Matusalén”, si bien en los textos encontrados y, especialmente en el magnífico poema épico “Shaidalufer del Esla”, nuestro héroe alcanza una dimensión casi divina, de la que carece el bíblico.

4Muchas de las críticas que mi teoría acerca de la “civiliantesdelación” ha recibido (v. Robinson Treust, 2000 y Jaime Alcazar, 2007) apuntan al carácter utópico de mis escritos. Bien, señores, siento derribar sus contrahipótesis al comunicarles que Busdungo y Camplongo en el siglo VII a. C. estaban, como cualquier lugar en cualquier época, plagado de crímenes.

5Como señalé en un artículo anterior acerca de la sintaxis del “civiliantesdelacionés”, la construcción “no todos menos uno” significa “parece que todos [hacen algo], pero en realidad hay uno que no [hace algo]”. Dejo la traducción literal para no alterar la conmovedora retórica de Shaidalufer.

6Es probable que muchos utilicen este artículo, como vienen haciendo sin descanso, para tildarme de “aprovechado”, “oportunista” o, incluso, “farsante consumado”. El tiempo será el encargado de probar la verdad y de que ciertos nombres queden grabados en la Historia mientras otros, envidiosos e innobles, se hunden en el olvido.

7Una mala traducción de la primera parte de esta frase aparece en la novela de George Orwell, 1984. A pesar de mis esfuerzos por subsanar el error, los editores reinciden una y otra vez, de forma completamente inaceptable.

8Nunca me cansaré de repetir en todos los medios en que colaboro el error que comete la policía al tratar de partir las investigaciones de pruebas, de confesiones, de aparatos científicos, un método que rara vez resulta satisfactorio excepto por casualidad. Como Shaidalufer nos demuestra, solo las palabras y la mente resuelven los casos.

9La profesora Vázquez, especialista en estudios de género, parece ejercer un extraño nepotismo sobre jóvenes bien parecidas, práctica que las malas lenguas utilizan para sacar conclusiones quizá aceleradas (v. Rodríguez Lorenzo, 2007: “Transgresión del pensamiento débil”, en Actas del II Congreso Internacional de Psicocrítica, Madrid)

10A la necesidad de pruebas de la policía se une el olvido sistemático e imperdonable del gran axioma de toda investigación filológica rigurosa: ¡Hay que ir a los textos! En ellos están todas las soluciones, y el texto lo dice claramente: “Shamlaparson ha sido muerta”.

11Solo los más allegados conocen mi profunda pasión por la lectura del gran orador, único método para regresar a la calma cuando me siento atrapado en una tormenta mental.

12Como ya señalé en mi famoso artículo “Estructuras mentales de la “civiliantesdelación” ” , de 1998, para los habitantes que desarrollaron su cultura en el nacimiento del río Esla, las categorías espacio, tiempo y causalidad son confusas. No será hasta varias decenas de años después, cuando se desplacen al valle, que serán capaces de diferenciarlas, por superestrato lingüístico. “Atrás”, por tanto, significa también “antes”.

13Como señala el historiador romano Plubius T. Veredictus, eternamente ignorado por los investigadores, ciertos pueblos preromanos (ya demostré en otra publicación que se refiere, sin duda posible, a los “civiliantesdelacionenses”) tenían una relación más poderosa con la historia y era usual que los criminales confesasen sus crímenes aunque se les hubiese condenado a la pena capital, porque mayor castigo era mentir que ser ajusticiado. Ojalá ciertos alumnos aprendiesen de estas prácticas para sus exámenes.

14Driyeptur, como he señalado en otro lugar (Corbacho, 1996) es el padre de Shaidalufer, una mezcla entre filósofo y hombre lobo cuyo culto se hizo famoso incluso del otro lado de la Cordillera Cantábrica, para cuyos habitantes, los astures, se convirtió en un héroe, en especial durante las cruentas luchas con los pueblos cántabros.

15No quiero herir la sensibilidad de mis colegas al menospreciarles y resolver por ellos el misterio, cuya solución estoy seguro de que han encontrado hace mucho. En cualquier caso, si no fuera así, dentro de unos meses saldrá al mercado una edición anotada de las “Leyendas de Shaidalufer a su paso por el siglo XXI”, donde encontrarán todos los detalles.

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