domingo, 23 de enero de 2011

Policía

Fue en el edifico “D” de la Facultad de Filología donde dio comienzo mi investigación. Un grupo de policías de nuevo ingreso, una caterva de inexpertos ansiosos por aprender las minucias del oficio, fue en mi busca y me informó que un estudiante había aparecido muerto en una de las facultades de la Universidad Complutense. Mientras ellos se quedaron buscando información en los ordenadores, me dirigí al lugar donde el cuerpo del joven Alexander García, de 28 años, aún yacía.
Aquello estaba lleno de gente. Profesores, alumnos, personal de limpieza, periodistas y curiosos. La manera en que había quedado el cuerpo de Alexander tenía una característica que la hacía diferente de otras escenas del crimen: su rostro, endurecido por el rigor mortis, permanecía con los ojos abiertos y me resultó imposible cerrarlos. Lo último que había visto era el cemento a tres planos. ¿Por qué sus ojos no se podían cerrar? ¿Qué fue lo que habían visto que se los dejó, digámoslo así, tan abiertos y con esa expresión indescifrable?
Los rastros, por otra parte, eran mínimos, por lo que cualquier conjetura que pudiese haber realizado en ese momento sería poco atinada. Pedí a los policías que desalojaran a la gente y decidí explorar por el edificio para echar un primer vistazo. Subí al piso uno e inspeccioné los despachos de los profesores y las aulas. Más allá, a través de los enormes ventanales, vi el imponente edifico “B” de ladrillo rojo y su actitud paciente ante los estudiantes de filosofía e historia que lo habitan como si de una plaga se tratase. Por un instante pensé que, si se tratase de un homicidio, tal vez el asesino aún estuviese escondido en el laberíntico edificio “B”, agazapado en alguno de los salones o en los sótanos de la biblioteca. Dejé de pensar estupideces y seguí recorriendo aulas y despachos.
Unos minutos más tarde decidí hacer algunas preguntas a la señora de la limpieza, Montserrat Sánchez de Quirós, cuarenta años, de origen catalán. La conversación no fue provechosa. Según mis anotaciones, la señora Montserrat Sánchez hablaba de una manera extraña, una especie de combinación de francés con castellano que era imposible de seguir. Era una mujer grande y fuerte, una de esas mujeres con la constitución física necesaria para empujar un carro de limpieza y tratar con los estudiantes que no obedecen las normas de limpieza de la Facultad. Nada saqué en claro de mi conversación con ella. Lo mejor era, pensé, dirigirme en busca del forense e iniciar la investigación por donde se debe: el cuerpo del delito. El doctor Ramón Bretones me dijo que el joven Alexander había caído de una ventana abierta a unos 10 metros de altura. El cuerpo presentaba lesiones, las piernas y los brazos estaban fracturados, aparentemente a causa de la caída. Alrededor de la escena del crimen no había ni una gota de sangre, dijo el forense. Y las preguntas me asaltaban una a una. ¿Murió antes o después de la caída, se trataba de un asesinato o de un suicidio, si fue suicidio por qué se quitaría la vida siendo tan joven, y si alguien lo había asesinado cuál sería la causa?
            Decidí entonces regresar a la escena del crimen y tratar de ver lo qué era lo que se me había pasado por alto. Nuevamente busqué huellas y no encontré nada. Señales de violencia. Algún objeto extraño que fuera signo de otra presencia. Todo inútil. De pronto vi una luz en el despacho de una de las profesoras de la Facultad, se trataba de la doctora Irene Vázquez, treinta y seis años de edad, guapa, muy activa y sociable, con una profunda vocación por la enseñanza y estudiosa de literatura feminista. Me acerqué y la vi buscar entre los cajones de su escritorio, algo nerviosa, abría y cerraba cajones indistintamente. Luego, con mucha tranquilidad, tomó un vaso de agua y se asomó a la ventana tomando una gran bocanada de aire que retuvo por unos instantes y exhaló con mucha fuerza. Se sorprendió al verme detrás de ella, me identifiqué como inspector de la policía y visiblemente fingió mantener la calma. Se acercó a mí. Su mirada era brillante y su cabellera larga y ensortijada, las gafas y su manera de caminar me decían que estaba a punto de enfrentarme a una mujer muy inteligente, más inteligente de lo que ella misma percibía de sí.
—¿Así que inspector de la policía?
—En efecto profesora, inspector de la policía.
—¿Y puedo saber que hace un inspector de la policía tan atractivo en mi despacho?
—He venido a hacerle algunas preguntas acerca del estudiante que apareció muerto esta misma mañana, ¿me podría contestar a qué hora llegó a la Facultad?
—A las siete menos cuarto, contesto ella mientras caminaba nuevamente hacia la ventana.
—¿Y no vio o escuchó nada extraño? –pregunté.
—Nada inspector, absolutamente nada. Lamento no poder ayudarle. En este preciso instante salgo a la oficina del vicedecano, han convocado a una reunión con el profesorado de la Facultad, así que si no le importa, tengo que retirarme.
Cuando la profesora se marchó regresé al lugar de los hechos y recorrí de arriba abajo todo el edificio “D”. No encontré nada que se saliera de lo normal.
Al día siguiente volví a hablar con el doctor Bretones. Le pedí que le echara otra mirada al cadáver de Alexander. Él aceptó de mala gana y se dirigió a la morgue para echarle un último ojo al cuerpo. Mientras esperaba el informe del forense realicé una llamada. El forense me había hablado de una tal doctora Jeanne Roland, psiquiatra, que estuvo atendiendo al chico durante los últimos meses, sin embargo, fue tiempo perdido, según el secreto profesional, no podía hablar con nadie acerca de sus pacientes.
Cuando volví a la comisaría encontré una nota del doctor Bretones y enseguida me dirigí a la oficina del forense.
            —Tengo nueva información, dijo. Acompáñeme. Y nos dirigimos a la morgue. El doctor tomó el cadáver y lo colocó boca bajo de modo que pudiésemos ver toda su espalda.
            —Mire, inspector, ¿ve estos contusiones en la espalda? No hay duda, este chico primero fue golpeado con mucha fuerza, tal vez por más de una persona, luego lo empujaron desde la ventana. En la primera revisión no logré identificar estos golpes porque supuse que serían consecuencia de la caída, pero en la última revisión me di cuenta de que habían sido generados con anterioridad. Inspector, este chico fue asesinado.
            Cuando volví a mi despacho me puse a revisar el informe de mis pesquisas, con seguridad había algo que no advertí.
Regresé una vez más al edifico “D” de la Facultad de Filología. Esta vez sabía lo que estaba buscando y que lo encontraría en el despacho de la doctora Irene Vázquez. Las conjeturas las hacía mientras subía por las escaleras. Ya estaba oscuro, pasaban de las nueve de la noche y esos edificios inteligentes apagan las luces sin importarles si todavía hay estudiantes en las aulas. El profesor Corbacho tenía razón. La profesora Irene Vázquez y su becaria, entre ambas golpearon a Alexander en la espalda hasta matarlo y arrojarlo desde la ventana de su despacho. No puedo precisar a cuántos metros estaba del despacho de la doctora Irene y me imaginé que para ese momento ella ya estaría advertida sobre mi presencia y que tal vez tuviese un arma. Seguí avanzando por la oscuridad. En el fondo todas las oscuridades son iguales. Durante unos instantes permanecí inmóvil ante la puerta de su despacho. Pegué la oreja y alcancé a escuchar que alguien insertaba un cartucho en un arma dejándola lista para disparar. Me pregunté si valía la pena un enfrentamiento. A mi alrededor toda la oscuridad del mundo. Detrás de la puerta, una mujer apuntando con un arma. En todos estos años de carrera policiaca nunca me había enfrentado cara a cara con una mujer armada y tan atractiva. Sé disparar, me dije. No debo tener miedo. Llegado a este punto poco era lo que podía decir, así que abrí la puerta con mucha calma, con lentitud. La oscuridad era muy negra y olía a sexo, pero yo sé moverme por la oscuridad y avancé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario