domingo, 23 de enero de 2011

relato del sacerdote

Ahá, ya terminado ahora sí. Hay una parte del estudio del forense que no me queda con el personaje, la subrayada, ¿podrías reemplazar los diálogos, Dinorah? Creo que tu relato no se modifica tanto con el cambio. ¿Cómo ves? Y David, vi que en tu relato le llamabas sacerdote x, como comodín para el nombre. Puedes reemplazarlo con el nombre que le iba a poner: José Carlos González Sánchez, que es el nombre real del hombre de la capilla del A y que al final no he referido por ningún lado de esta historia porque no me hizo falta o se me olvidó o ambas, jeje. Bueno, es todo y hasta el martes!


Los policías que habían acordonado el lugar me permitieron acercarme para bendecirlo y absolverlo. Mientras me acercaba al cadáver recordé al sumo sacerdote cuestionando a Jesucristo poco antes de su pasión: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» Miré el cadáver y todas mis dudas se disiparon. ¡Eran las facciones que había tomado el rostro de Jesucristo en mis sueños! Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, los pies juntos y los ojos abiertos, casi la misma posición de Nuestro Señor Crucificado. Me arrodillé y lloré. Comprendí el sufrimiento de un pueblo que presencia la muerte de su dios. Pensé en aquellos que habían llorado al pie de la cruz, pensé en el sufrimiento de María la Virgen, Pedro y los demás apóstoles. “Perdónalos, Dios mío –murmuré en voz baja todavía sin poder controlar el gran dolor de mi alma– porque no saben lo que hacen”. Y bajo el influjo de esta frase miré a mi alrededor preguntándome quién había sido esta vez el que había dado la orden para que te arrojasen por la ventana y luego se había lavado las manos. ¿Quién te azotado esta vez? ¿Quiénes se repartieron tus vestiduras? ¿Quién se ahorcó después de haberte entregado con un beso? Mi mirada se cruzó con la de un periodista que acababa de llegar montando escándalo y tomando fotografías. ¿Qué razones podría tener un periodista para entregar al hijo de Dios? Caigan sobre nosotros, cerros y rocas y ocúltennos del que se sienta en el trono y de la cólera del Cordero, porque ha llegado el gran día de su enojo, y ¿quién lo podrá aguantar? El asesino sólo puede ser un agente del diablo que seguramente se encuentra entre nosotros celebrando la espada, el hambre, la peste y las fieras que vendrán en cualquier momento. El juicio final ha llegado. El descendiente de Nuestro Santísimo había perecido bajo obra del tentador, me dije y pensé en la capilla vacía, en la lujuria de los estudiantes, en su soberbia. Si Dios me ha concedido la gracia de ver más de lo que los ojos pueden ver, consagro a él mi empresa. Demostrar que la ascendencia del muchacho salvará a la humanidad que temerá y acudirá al sacramento de la confesión, como sucedió cuando Brown lo planteó en una ficción. Y poco importa la veracidad de los hechos puesto que se trata de un acto de fe, necesario en todo relato divino.

Corrí a la capilla por una libreta dónde llevar un registro de mis anotaciones. Vi al médico forense inclinado sobre el cadáver mientras revisaba su instrumental. Me incliné sobre el cuerpo sangrado y, en un susurro, supliqué al doctor: “Hágame un favor a mí y a la humanidad. El fin está cerca. Millones de almas podrían perderse si usted se negara a descubrir las llagas en las manos del muchacho.” “Llagas? Pero si las manos no presentan heridas” “Las llagas ya están ahí puesto que deberían estar –dije como iluminado por la sabiduría divina– lo único que usted tiene que hacer es descubrirlas usted atravesando la mano con esa especie de punta que tiene usted en su maletín” Se mostró intransigente y me mandó a tomar una copita de pacharán que, según él estaban regalando en la cafetería. Ay de aquellos que no hacen más que entorpecer los planes divinos con su falta de fe. ¡Dios se apiade de su alma de pecador! Me instalé mientras reflexionaba sobre las posibles maneras de proceder que había tenido el mal durante la historia del catolicismo. Traté de estar alerta, sobre toda, a quienes estaban a nuestro alrededor y su tendencia al pecado. Hacia el final del día, la gente se había dispersado y yo volví a la capilla para releer mis anotaciones. Hasta el momento, había cuatro sospechosos principales:

1. Forense

Que se negó a mostrar las llagas del descendiente de Cristo. Intenciones de resguardar el cuerpo y velar su acceso a él. Su objetivo puede ser destruirlo.

2. Señora de la limpieza.

Razones: Mujer lujuriosa y avara. Uniforme ajustado y provocador. Parece responder a intereses ocultos.

3. Dr. Corbacho.

Razones: Teme a Dios. Cuando fui tras de él a preguntarle su opinión sobre el crimen, salió corriendo sin mirarme apenas. Otra razón: Nunca estuvo casado. Sus tendencias sexuales podrían no ser agradables a los ojos del señor.

4. El dependiente de la cafetería:

Razones: se lavó las manos después de que alguien le preguntara su opinión sobre el asesinato. Recordar a Poncio Pilato.

Al día siguiente volví a la universidad a revisar el confesionario. Después entré al confesionario a orar. ¡Dios me perdone no haber prestado atención a las palabras del muchacho! ¡Estaba tan solo! ¿Me había preguntado si el diablo era negro? Creo que sí. Y algo con una mujer mayor, doctora o profesora. Me confesó que estaba enfermo, muy enfermo. Que ya no podía más. ¡Qué dios perdone mi ceguera! Había sido tentado, eso también lo dijo. Parecía trastornado y violento. Era la primera vez que venía a confesarse, eso sí lo tengo clarísimo. No lo hubiera olvidad con sus facciones angulosas y su tatuaje en el cuello. Según lo que me han referido otros servidores del señor, el sacramento de la confesión se busca en los momentos de debilidad. El momento de mayor de debilidad de nuestro señor Jesucristo fue en el huerto de Getsemaní. Sudando sangre imploró socorro divino a su padre, padre, aparta de mí este cáliz, no quiero redimir al mundo.¡Oh dios mío, aparta también de mí este cáliz y dame la clave que descifre el misterio para redimir este pueblo antes del juicio final!

Volví a la escena del crimen. El área ya no estaba acordonada. Me arrodille sobre el pavimento para bendecir el lugar y vi que en el suelo había un objeto brillante y redondo. 50 céntimos, marca indiscutible de que Nuestro Señor había sido vendido. ¿50 céntimos lo que antes fueron 30 monedas de plata? ¡En tiempos de carencia espiritual las fronteras entre lo correcto y el sin sentido se adelgazan y no es posible señalarlas con claridad! Sin sabiduría de Dios en los actos, ¿hubiera partido por la mitad al niño aquel rey que se vio instigado por dos madres? ¿Hube yo de dividir el cadáver para entregar una parte a la justicia y otra parte a Dios? ¿Me habrían escuchado los necios o habría sido peor que echar flores a los cerdos? Había llegado hasta la cafetería y el sonido del camarero lavándose las manos otra vez, me sacó de mis reflexiones. Él se acercó con ánimo de quien busca la conversación desinteresada y me dijo que cosas muy raras estaban sucediendo ahora en la universidad y que era mejor estar alerta. Luego me confesó que se rumoraba que el muchacho muerto era un pandillero de los grandes. Le dije que siempre había muchos negros involucrados en esos asuntos. Él me dijo que sí. Yo le pregunté que si lo había visto alguna vez con un negro. Él me dijo que sí, pero hacía tres años había sido visto con un amigo brasileño del que no se separaba (“me acuerdo de su cara, narizón hinchado”) y que hacía poco tiempo había vuelto a Madrid otra vez. Pero al parecer este no era el principal sospechoso, añadió triunfal, se rumoraba que un profesor lo había empujado por la ventana al encontrarlo en su despacho con una profesora que le interesaba. Y me hizo un gesto de complicidad, como para que comprara la historia.

Pero yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores. He venido a resolver un crimen antes de que el asesino decida romper los siete sellos que traerán destrucción y muerte al reino de dios. He venido a demostrar a la gente que el peligro es real y que deben asistir a confesión en caso de que la destrucción se inevitable.

El obrar de los profesores casi nunca sobrepasa el despacho en el ámbito de lo académico, ¡ni hablar del terreno de lo divino! Me interesan poco los posibles líos de faldas que carecen de referente en las sagradas escrituras. Me interesaba el relato del negro, ¡pero no había ningún negro en la escena del crimen! El resto de la semana lo pasé hablando con algunos alumnos de la clase del chico que me refirieron algunos datos que podrían llegar a ser posibles dadas algunas percepciones de la gente cercana al negro. Lo escribí en el cuadernillo de la investigación.

De por qué José Santos es sospechoso.

1. Ofreció comida y dinero a cambio de compañía «Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan.»

2. Ofreció droga y alucinógenos a cambio de compañía «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, pues la Escritura dice: Dios dará ordenes a sus ángeles y te llevarán en sus manos para que tus pies no tropiecen en piedra alguna.»

3. Ofreció arreglo gratis de su ordenador y de su tarjeta de red a cambio de compañía. «Te daré todo esto si te arrodillas y me adoras.»

Tres tentaciones en el desierto. Intenté encontrar a José Santos para asesinarlo antes de que pudiera actuar y así, tal vez, ganarme un lugar un pequeño trono en el cielo, la corte de los justos y los sabios. Resultó tarea imposible pues no tengo contacto con él y todos mis esfuerzos fueron en vano. Incurrí en el insomnio y en la cafeína de la cafetería de donde ya casi nunca salía en mi afán de encontrar pistas nuevas. Tuve que contarle todo a Paco quien me alentó (ya no sé si bromeaba, creo que también había llegado a involucrarlo en el asunto) a poner un confesionario junto a las maquinas despachadoras promover el sacramento de la confesión y salvar la mayor cantidad de almas posibles hasta la hora del fin. Pero ya han pasado dos semanas y el fin no ha llegado. Comienzo a sospechar que toda mi interpretación de los Santos Evangelios estaba equivocada.

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