jueves, 27 de enero de 2011

Murmullos

Murmullos


Aunque habíamos llegado con más de un mes de retraso a Madrid, y a que por tal motivo nos resultó harto difícil establecer relaciones con los compañeros del Máster en que tras innumerables peripecias nos habíamos matriculado, una de las primeras personas con la que tuvimos oportunidad de conversar en la Universidad fue con una de las señoras que tenían a su cargo la limpieza del inmueble.

  • Buenos días, señora, ¿podría decirnos dónde se encuentra el despacho de la Dra. Eugenia Popeanga?

La susodicha nos miró de arriba a abajo y al cabo pronunció algo en inglés. Debido a mi escaso, por no decir nulo conocimiento del idioma, no logré descifrar lo que había dicho. Viendo que nos quedábamos estáticos, mirándonos alternativamente el uno al otro, compartiendo en silencio nuestra vergüenza, alzó la vista al techo del edificio y ajustándose el guante izquierdo nos indicó el fondo del pasillo al tiempo en que exclamaba:

- Tomen el ascensor. El despacho está en el segundo piso.

- Gracias, dijimos casi al unísono, mientras ella movía la cabeza de izquierda a derecha, incapaz de creer que dos estudiantes de un Máster en la Universidad Complutense de Madrid no conocieran esa lengua con que ahora nos reprendía severamente sin que pudiéramos entender lo que decía; lo que después de todo era por demás innecesario, ya que sus ademanes, así como las circunstancias que los habían motivado, traducían puntualmente el tema central de su discurso.

Tras un silencio de dos pisos, dejamos caer al suelo nuestra ignorancia y junto a ella nuestra vergüenza, y compartimos una sonrisa mientras nos encaminábamos al despacho de la profesora que coordinaba el Máster.


Pese a lo ocurrido, días después tuvo lugar una feliz y en apariencia intrascendente coincidencia, un golpe de suerte, sería más adecuado llamarlo, que me granjeó la amistad de la señora de la limpieza. Como yo no tenía clase los miércoles, fui a la facultad para que Laura no volviera sola al apartamento que habíamos alquilado. Consulté mi reloj y advertí que pese a mis cálculos había llegado 20 minutos antes de la hora en que habíamos acordado vernos. Después de leer una edición atrasada de la Tribuna Complutense, resolví salir a fumar un cigarrillo mientras escuchaba por enésima ocasión en mi mp3 la primera pista de “Kind of Blue”, de Miles Davis. La señora del aseo salió poco después, cuando se había consumido casi la mitad del cigarrillo que tenía entre mis labios. Me miro de reojo, tuve la impresión de que me había reconocido, extrajo una estropeada cajetilla de Lucky Strike del bolsillo, y al cabo refunfuñó algo en inglés al tiempo en que estrujaba la cajetilla. Tras un instante se volvió hacía donde me encontraba y me pidió un cigarrillo. Saqué la cajetilla del bolsillo de mi chamarra y encendí su cigarro con resignación, era el último que me quedaba. Lanzando una amplia bocanada, sus ojos se perdieron en la gélida noche de Madrid. Profirió algo en inglés, pero advirtiendo que no comprendía lo que había dicho exclamó:

  • Un golpe de suerte.

Como vio que yo seguía sin entender, agregó:

  • Digo que ha sido un Lucky Strike, un golpe de suerte encontrarte aquí, fumando la misma marca de cigarrillos que yo, y que sólo quedara uno y decidieras regalármelo. Lucky strike ¿no crees?

Asentí apenado por segunda vez, puesto que habiéndomelo dicho en español no me había dado cuenta de su evidente analogía.

Me comentó que se llamaba Montserrat Sánchez de Quirós y que descendía de una familia de abolengo de los Pirineos Catalanes. Desde joven se había sentido apasionada por la literatura, en particular por la inglesa, y por tal motivo no había dudado en estudiar Filología Inglesa, de la cual se había licenciado con notas sobresalientes… En este punto se detuvo y arrojó una estupenda bocanada hacia la noche. Creí advertir en su semblante cierta tristeza, pero al cabo reanudó su conversación con la misma jovialidad. Me refirió que se había especializado en literatura inglesa romántica, que tenía un doctorado y que se había desempeñado como profesora durante más de diez años. De nueva cuenta se entregó al silencio y se quedó ahí, contemplando la noche y exhalando la última bocanada. Aunque yo no dejaba de preguntarme qué era lo que motivaba aquellos repentinos silencios, en qué pensaba cuando sus ojos atravesaban aquellos edificios en medio de la oscuridad, y sobre todo por qué una doctora en literatura, que había fungido como profesora durante una década, había acabado dedicándose a hacer la limpieza de la Universidad, preferí aguardar a que ella me revelara, si era su intención, la respuesta a todos aquellos enigmas que rondaban mi cabeza. Nunca sabré si esa noche iba a hacerlo, pues en ese momento Laura salió y nos despedimos de ella. No bien habíamos dado una decena de pasos, escuché a Montserrat decir mi nombre. Me pidió que me acercara. Deje a Laura esperándome y fui hasta donde Montserrat se encontraba.

  • Por favor no le digas a nadie lo que te he contado. No se lo había confesado antes a nadie y no sé por qué te lo tuve que decir precisamente a ti.

Yo negué con la cabeza y al cabo le garanticé que lo que me había revelado no saldría de mi boca. En cuanto empezamos a subir las escaleras, el deseo de comunicar a alguien la historia de aquella mujer acabó por vencerme y le conté todo a Laura. Aunque me sentí apenado por mi falta de discreción, me alivió el pensar que mi confidente era una persona muy reservada, pues en incontables ocasiones me había demostrado que sabía guardar secretos, y que por lo demás, en el improbable caso de que decidiera revelar cuanto le había dicho, no conocía a nadie en Madrid para hacerlo.

Desde aquella noche cada que Montserrat y yo coincidíamos en los pasillos nos saludábamos en español, la única lengua que compartíamos, esbozando una sonrisa. Los miércoles, mientras esperaba a que Laura saliera de su clase de Shakespeare, fumábamos algún cigarrillo mientras conversábamos de cosas que no tenían nada que ver con su vida anterior, que tanto me interesaba, y de la que lamentablemente nunca más volvió a hablar conmigo.

Fue de ella, precisamente, de quien obtuve mis primeras y acaso las únicas fidedignas informaciones en torno al chico que había aparecido muerto aquel jueves en uno de los patios interiores de la Universidad Complutense de Madrid. Aunque todos hablaban sobre ello, lo mismo profesores y estudiantes, que el personal de limpieza, así como los personajes inusuales que por aquellos días era frecuente ver en la Universidad, detectives, periodistas y policías, no dejaba de pensar que Montserrat era digna de toda mi confianza, porque aquella noche sin estrellas y entre densas bocanadas yo lo había sido de la suya. Debido a ello no dudé nunca ni puse en tela de juicio su inocencia, como lo hicieron algunos infames que argumentando deshonrosas hipótesis veían en ella al posible asesino. Por fortuna dichas acusaciones no pasaron de ser simples rumores y no tardaron mucho en desaparecer.

Montserrat me refirió que a las 7 de la mañana, la hora en la que entraba a trabajar, accedió al edificio. La inusitada frialdad del inmueble la sorprendió, pero lo atribuyó al tiempo en que había estado cerrado por el puente. Al pretender abrir el cuarto de limpieza, las llaves resbalaron de sus dedos, lo que en modo alguno podría asociarse a la torpeza sino al frío que desde hacía un momento los acometía. Cuando se inclinó a recogerlas, el temblor de sus manos acompañó con prodigiosa sincronía el vertiginoso vaivén de latidos que percutían en sus costillas.

Prendiendo un nuevo cigarrillo, que tardó en encender debido al repentino temblor de sus dedos, añadió que habían pasado varios minutos antes de que decidiera llamar al conserje, y contarle que había descubierto el cadáver de un chico en el patio interior del edificio. Acto seguido se dirigió a la cafetería, donde en medio de sollozos le narró a Paco lo que había sucedido. Éste la consoló y le llevó un té para que se tranquilizara; al poco tiempo Paco se dirigió al patio interior del edificio para comprobar por sí mismo lo que había escuchado. Cuando la policía llegó, Montserrat no tardó en enfrentar un severo interrogatorio que dadas las circunstancias en modo alguno estaba en posibilidad de responder, pero al que inexorablemente debía someterse por la simple razón de que era la primera persona que había visto el cadáver.

Sin tener aún suficiente confianza para abrazarla, deposité mi mano en su hombro. De improviso ella se deslizó en mis brazos mientras el llanto, sabiéndose oculto, se deslizaba por sus mejillas. Aunque años atrás, en mis frustrados intentos de convertirme en médico, había tenido oportunidad de ver decenas de cadáveres en el anfiteatro de la facultad de medicina, nunca, ni siquiera la primera vez que vi el cuerpo de uno de ellos en la mesa de frío metal donde un forense, con un delantal ensangrentado, que lo hacía parecer más un carnicero que un médico, le cortaba el cráneo para examinar el cerebro, sentí deseo alguno de llorar. Obviamente no era lo mismo, yo sabía que iba a ver un muerto al entrar al anfiteatro, en tanto Montserrat no sospechaba siquiera que iba a encontrar un cadáver aquella mañana.

Sorpresivamente, en los días que siguieron a nuestra conversación, Montserrat parecía haberse repuesto del incidente y pese a que nos saludábamos cordialmente en los pasillos no volvimos a conversar del asunto. Aunque de vez en cuando fumábamos un cigarrillo a las afueras del edificio, en la escasa duración que tenían nuestras pláticas ella resolvió no hablar más del asunto y cambiar el giro de la conversación cuando yo se lo sugería. Mientras ella fumaba, yo no dejaba de notar que algo estimulaba con insistencia sus pensamientos, y que a ese algo obedecía la enigmática sonrisa que de vez en cuando ocupaba sus labios, pero en vista de que ella no quería contarme nada yo permanecía en silencio, fumando junto a ella, mientras me preguntaba, como tantos otros, si aquel chico había sido asesinado o si él mismo había resuelto quitarse la vida. Juzgaba más interesante lo primero que lo segundo, pues creía como Lugones que “dueño un hombre de su vida también lo es de su muerte”, y que aquel chico tenía todo el derecho a suicidarse si así lo había decidido, sin importar los motivos que tuviera para hacerlo. El hecho de haber sido asesinado era sin duda algo muy diferente, y ese hecho avivaba mi curiosidad y me hacía olvidar la indescifrable sonrisa de Montserrat, quien se mostraba por lo demás igual de entusiasta que siempre.


En la versión de internet de El observador imparcial, había tenido oportunidad de leer la noticia. “Hallado muerto un joven en la Universidad Complutense de Madrid”. En la nota se refería que el occiso, hallado en el patio interior del edificio “D”, era un joven de 25 años, quien presumiblemente se llamaba Alexander García Barceló, y que era originario de Puerto Rico. Así mismo se mencionaba que los diversos tatuajes que tenía en el cuerpo hacían pensar a la policía que estaba vinculado con bandas latinas. Su cadáver había sido encontrado a las 7 de la mañana por una de las empleadas de limpieza… Llegado a este punto interrumpí mi lectura y recordé durante algunos minutos a Montserrat llorando entre mis brazos. Después de tomar una nueva cerveza del refrigerador, leí con minuciosidad el resto de la nota.


Entre los numerosos alumnos que iban y venían por los corredores de la Universidad, parecía no haber otro tema de conversación que no fuera Alexander. Entre los que se decantaban por el suicidio del puertorriqueño, había quienes argumentaban que ninguna circunstancia, sin importa lo adversa que pudiera haber sido, podía justificarlo, y quienes como Lugones, y citando a otras más célebres autoridades, defendían que ello era un derecho intrínseco e irrefutable de cualquier hombre, improvisando largos y maniqueos debates en torno a la muerte de Alexander, quien sin duda era más conocido muerto de lo que había sido cuando estaba vivo, obteniendo así una celebridad a la que tantos aspiran, pero que lamentablemente no le reportaba ningún provecho.


En cierta ocasión, mientras hojeaba en la librería universitaria un libro de Fernando Pessoa, traducido por Rodolfo Alonso, escuché la conversación de dos estudiantes de filosofía. Uno de ellos declaraba que no comprendía por qué la muerte de aquel chico había originado semejante alboroto y sentenciaba, citando los argumentos del ilustre marqués, quien a su vez había retomado lo dicho por Courvoisier, que “si la materia no se crea ni se destruye y sólo se transforma”, no se debía hablar de un asesinato ni de un suicidio, por la sencilla razón de que ese chico no había muerto y sólo había pasado de una forma de materia a otra. Un hombre no puede matar a otro ni matarse él mismo, acaso lo único que le es dado hacer es acelerar un proceso por lo demás inevitable. Su acompañante sonrío tras un segundo de desconcierto, le palmeó la espalda y se dirigió a la sección de filosofía meneando la cabeza. Yo por mi parte no estaba muy convencido por el argumento, pero la verdad es que al menos confería un matiz novedoso al asunto. El libro de Pessoa me interesaba, pero me pareció demasiado costoso, así que volví a acomodarlo en el estante. Antes de irme volví a mirar a los alumnos de filosofía, quienes se hallaban ahora al fondo de la librería y discutían con mayor intensidad lo dicho por uno de ellos, por lo que el encargado los mandó callar.


Los profesores, lo mismo que los estudiantes, eran presa del enigma que representaba la muerte de Alexander. Era fácil advertirlo al descubrirlos conversando en voz baja al fondo de un salón o mientras caminaban por los pasillos, pero como era imposible saber lo que decían era inútil seguirlos, salvo por la simpática profesora Irene Vázquez, cuya sola belleza compensaba con creces el incomprensible murmullo con el que hablaba del caso de Alexander con algún colega. En un par de ocasiones escuché a diferentes chicos implicándola en el asesinato del puertorriqueño, con el que decían había mantenido una relación que excedía lo meramente académico. Creo que si alguien me lanzara alguna vez por una ventana, me gustaría que fuera una mujer como ella. Estaría bien que lo pusieran en el acta de defunción: causa de muerte: las manos de una hermosa mujer cuyo nombre aún se desconoce. Aún después de que la profesora abandonó el edificio seguí pensando en ella, la presunta y hermosa asesina, a la que acaso aquel afortunado chico debía su muerte.


En resumidas cuentas, y atendiendo a la serie de hipótesis que Laura y yo habíamos tenido oportunidad, por no decir obligación de escuchar en los corredores de la facultad, nadie sabía si la muerte del chico había sido voluntaria o si alguien, por misteriosos a la par que indescifrables motivos, había resuelto sin más quitarle la vida empujándolo por el despacho. Sea como fuere, lo cierto es que en aquellos días y a toda hora no se hablaba de otra cosa en la universidad. La incertidumbre en torno al deceso de uno de sus estudiantes estaba presta a emanar en cualquier parte, lo mismo entre las ansiosas bocanadas que los alumnos arrojaban en las inmediaciones de los edificios, que en mitad de las cervezas y demás alimentos que devoraban en la cafetería o cuando lancinados por el frío se encaminaban al autobús o a la estación del metro más cercana para volver a casa, donde a buen seguro proseguirían desechando hipótesis propias y también ajenas antes de conciliar el sueño. Incluso se crearon blogs donde uno podía consultar los datos que habían sido recabados por cientos de colaboradores, obvia decir sin apellido, aportar nuevas pistas sobre el caso o expresar libremente a los presuntos culpables.

Aunque en un principio, no hay por qué negarlo, compartí la incertidumbre general, y me regocijaba en alto grado demorarme en los pasillos o mientras comía una empanada en la cafetería, tratando de escuchar las últimas noticias que por ahí circulaban sobre el chico muerto, alimentando así mis propias conjeturas, acabé por fastidiarme con la ubicuidad de aquel asunto, que por lo demás, y como todo buen misterio que se precie de serlo, suscitaba innumerables conjeturas sin confirmar ninguna de ellas y mantenía con vida a aquel chico al que cientos de bocas, rendidas al enigma, no querían dejar morir.


Víctor Infante Zamora

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