martes, 25 de enero de 2011

Borrador fragmentado del relato de Alexander García Barcelo

Hola, chicos!

Como escribí en el título, esto es un borrador muy penoso de fragmentos que podría o no utilizar en el relato. Tengo más notas y fragmentos, pero me está costando organizarlo todo. Tengo la trama construida en mi cabeza. Ahora falta digitalizarla. Hasta esta tarde!


El 13 de noviembre Alexander se despertó desorientado, con la sensación de tener una caladora abriéndole la cabeza. Se cacheteó para salir del trance. Hizo una mueca de dolor. Recordó la pelea de la noche anterior. Alexander se pasó las manos por la cabeza y sintió la aspereza de una afeitada

Se incorporó rápidamente, ignorando el vértigo que lo jalaba de vuelta a la cama. Caminó hasta el baño. La imagen que vio en el espejo ya la había visto.

Once o doce años atrás, al despertarse encontró a su padre, Edmundo, de pie junto a su cama. Sostenía una tijera. Cuando Alexander se sentó de sopetón mechones castaños claro cayeron sobre su regazo. Se palpó la cabeza. Aún tenía pelo en algunas áreas, pero no había remedio. Tendría que raparse la cabeza.

– ¿Por qué me hiciste esto?

–Te ves mejor así.

– ¿Por qué? –repitió Alexander con la mandíbula apretada.

–Últimamente me estaba costando distinguirte de tu hermana. Ahora, arréglate el pelo como puedas que vamos a salir.

–No voy para ninguna parte –dijo por lo bajo.

– ¿Perdón?

–Enseguida me visto.

–Buen chico. Te espero abajo.

Alexander se rapó la cabeza sin derramar ni una lágrima, y bajó los escalones como si caminara hacia su propio entierro. Su padre lo esperaba junto a un Jeep Rojo último modelo.

–Es tuyo. Veamos que tal corre –dijo, ofreciéndole las llaves.

Alexander estaba pasmado. No sabía cómo reaccionar, mas sí sabía cómo su padre querría que reaccionara. Corrió hasta el Jeep, tomó las llaves y le dio un fuerte abrazo a Edmundo.

El chico condujo un rato. Cuando se cansó le cedió el volante a Edmundo.

–Nos desviaremos un momento. Te tengo una sorpresa.

Llegaron a una casa grande en las afueras de la ciudad. Les recibió una señora cuarentona muy guapa. Alex notó cada una de sus curvas a través del vestido ceñido que llevaba, mientras les conducía a alguna parte.

***

Estaba flirteando con una profesora. Creo que tuve algo con ella, aunque nada serio imagino: mucho whiskey y algunos polvos. Probablemente está entre No recuerdo bien. Era guapa, pero tampoco como para perder la cabeza. La que últimamente me estaba trastornando era otra: la Dra. Jeanne Roland. Levaba algunos meses visitando su consultorio, lo que era extenuante. Al principio, fui por insistencias de mi madre. Eran amigas de la universidad o conocidas a través de otra amiga. Qué sé yo. Luego fui voluntariamente, fingiendo tener visiones, oír voces y otros disparates con los que la doctora quedaba fascinada, con tal de seguir recibiendo la prescripción. Jeanne Roland me había recetado un medicamento que, según ella, me ayudaría mucho con los cambios de humor. Así que, aun sabiendo que no me pasaba nada, un día, después de hablar con mi padre por teléfono, comencé a tomarlas. Tras la conversación, que siempre se limitaba al tema de las mujeres, había quedado alterado y con ganas de golpear algo. Ya más tarde no tuve que fingir más. Me había vuelto adicto a sus malditas pastillas. Cuando realmente las necesité no me las quiso dar más la muy perra.

***

Estaba flirteando con una profesora, cuando le vi mirándonos desde el umbral que da a los ascensores. Al percatarse de que le devolvía la mirada, desapareció.

Sin pensarlo dos veces, le pedí disculpas a la profe y salí disparado hacia las escaleras.

Allí estaba. Hacía semanas que no nos veíamos a solas. Después de todo, habíamos acordado no vernos más, pero esas miradas furtivas, llenas de acusaciones me desquiciaban.

– ¿Cuál es tu problema? No comes ni dejas comer –dije, cerrando la puerta del despacho detrás de mí.

–No sé qué me pasa.

– ¿Por qué no contestas mis mensajes? Llevas días evitándome. Necesito saber que estás bien, que no me has olvidado. ¿Recuerdas cómo tuve que hacerte recordar la última vez?

–Sí, y no me lo recuerdes. Hemos ido demasiado lejos. Esto es amoral. Hombre, no podemos seguir.

–Vamos, nunca te he pedido que abandones tu vida. Estoy dispuesto a vivir en la sombra si me lo pides.

–Pero yo no puedo. No soy lo suficientemente fuerte. Y tú mereces brillar. Echo de menos al chico que solía tener una respuesta para todo.

–Mis problemas nada tienen que ver contigo. Estoy pasando por una mala racha.

–Te equivocas. Conozco lo que te persigue porque tu vulnerabilidad fue mi debilidad. Siempre te había visto tan extrovertido y perspicaz, tan encantador que me parecías intimidante. Verte tan nervioso luego de aquella llamada a Puerto Rico me deshizo. Agradecí a Zeus y a todos los dioses la luna nueva y la soledad del aparcamiento porque tenía que abrazarte. Luego me atreví a respirarte. Ante tal cercanía, me miraste con extrañeza. Sentí vergüenza. Pero cuando estuve a punto de poner distancia me agarraste suavemente por el cuello y me besaste. Y entonces ya no pude más que entrelazarme a ti.

–Somos el uno para el otro.

–Te equivocas de nuevo. Hace tiempo que tracé mi vida. Simplemente, me desvié y tomé el camino equivocado una noche nebulosa siguiendo el cántico de la sirena, y me alojé demasiado tiempo en un hostal que sólo sirve para pasar unas noches.

–Vaya, ha salido a relucir la víbora que siempre sospeché que llevabas dentro.

–Eres joven aún. Te falta mucho por aprender. Olvídate de mí.

–Hipócrita –comencé, mientras me subía al alféizar de la ventana abierta para fumarme un cigarrillo–, no puedes vivir sin mí. De lo contrario, no pasarías tus días espiándome. ¿Qué coño quieres de mí.

–Quiero amarte tal como eres.

–Pues toma mi mano y caminemos juntos.

El hombre asintió con la cabeza y caminó hacia Alex.

–Lo siento, Adonis mío, pero esta es la única forma de preservarte.

Con un leve toque suyo perdí el balance y caí al vacío.

Cientos de imágenes lo atacaron como punzadas atravesándole las sienes. Lo que sea que haya visto, le provocó un llanto histérico cuya fuerza su cuerpo destrozado no toleró. El aire comenzó a faltarle y los ojos a salirse de sus órbitas. Tosió sin la satisfacción instantánea de la tos. Su cuerpo comenzó a convulsionar.

– ¡Espera! ¡Aún no! –gritó sin voz cuando la garganta se le inundó de un sabor metálico.

En lo alto del edificio, el Dr. Corbacho Rey cerraba la ventana que no recordaba haber abierto, mientras limpiaba las desagradables manchas de dedos que algún cochino había dejado sobre el cristal.

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