viernes, 21 de enero de 2011

Continua la historia de Arsenio Cañizares, redactor de "El Observdor Imparcial"

Una pareja como mínimo chocante en este ambiente no apartaba la mirada de la puerta de entrada, intentando discriminar a alguien concreto entre la corriente de gente que empezaba a hacerse más y más densa. La pareja no había pasado desapercibida para el agudo instinto de Arsenio, quien permaneció unos minutos observándolos. Hacía un buen rato que habían terminado sus consumiciones, y sin libros ni mochilas, y sobre todo, con esa pinta de fulana –ella- y de chulo –él- no tenían razón que justificara su presencia en el bar de una universidad. A no ser que… ¡claro, era eso! ¡Cómo se le podía haber pasado por alto hasta ahora! Arsenio tuvo un momento de melancolía evocando tiempos más felices cuando la adrenalina aceleraba sus procesos de deducción. Entonces, no había un segundo que perder en una investigación, la redacción te reclamaba el reportaje, las máquinas bramaban ansiosas de tinta y papel, la edición saldría con o sin tu columna. Pero ahora, la mensajería instantánea, las malditas tabletas, la televisión hasta en el móvil, los blogs  y otras mariconadas que sabía Dios cuándo dejarían de inventar habían conseguido precisamente el efecto contrario en él. La posibilidad de publicar en cualquier momento en digital le relajaba de tal forma que su nítida percepción de la realidad y su reputada capacidad de relación –que le valieron el apodo en lo 80 de “el hombre con visión de Rayos X”- comenzaban a despertarse, en el mejor de los casos, cuando ya había mandado la crónica. Y eso sucedía por lo general una media hora más tarde que los jovencitos de la competencia, ineptos periodistas y sin embargo maestros en el campo tecnológico. Sentía que el escáner había matado a los Rayos X de la misma manera que el video mató a la estrella de radio. Y así, en aquel preciso momento, aunque tarde, una chispa de lucidez había encendido sus neuronas provocando un incendio de ideas en el bosque de su cerebro. Arsenio dibujó mentalmente  una sonrisa malévola ante el hallazgo,  y se hubiera reído a carcajadas de no haberlo impedido la atmósfera de funeral que se respiraba en la cafetería. Disfrutando de su carajillo y de un ducados, cosas ambas que todavía y ¡ay! por poco tiempo podría compartir en un bar español (hasta en eso habíamos claudicado) trazó lentamente su futuro plan de aproximación a la pareja, a la que no había dejado de vigilar de reojo. De momento ya tenía tres datos fundamentales. Uno: era inútil que intentara ocultarlo con la bufanda del Real Madrid (siempre queda algo bueno hasta en el más depravado de los criminales, tuvo que admitir Arsenio), el rojo del corazón sangriento tatuado en su nuca destacaba por encima de la lana blanca identificándolo como miembro de la mara “Poder Caribe”, al fin y al cabo, para eso eran los tatuajes sectarios. Dos: la mulatita fumaba incesantemente cigarrillos mentolados de importación (sólo las putas siguen fumando esas horteradas). Y tres: la persona que esperaban no deseaba bajo ningún concepto que les vieran juntos.

Esa noche Arsenio tuvo bronca en casa. Mª Pilar, a pesar de los años o quizá con los años, no tragaba que su marido pasara por voluntad propia media vida deambulando por lo más infecto de la ciudad. Ya no era necesario. La policía ya no era una institución hermética y mentirosa. De hecho no había quien la callara ¿acaso no salía su amigo el Comisario Jefe un día sí y otro también por la tele contando todas sus investigaciones, sus éxitos, sus decomisos, la caída del índice de accidentes, las cifras de maltratadas, los  inmigrantes interceptados, los albanokosovares detenidos este último mes, los puticlubs desmantelados? ¿Era necesario que un periodista sesentón investigara lo que iba a ser pronto, inmediatamente, del dominio público? ¿Acaso eran más  creíbles sus fuentes que las de la policía? Y sobre todo, ¿le pagaban en el periódico esas horas extras? Sin dejarse abatir por esta artillería verbal, Arsenio enfiló hacia la puerta de la calle, recitando mentalmente la conocida cantinela de su mujer, hasta que su eco se perdió por el pasillo. Tras cerrar la puerta con suavidad inhaló el conocido olor de coliflor que inundaba la escalera como seña de identidad de su comunidad de vecinos. Ya en la calle, una fría bocanada de contaminación le aceleró la sangre en las venas poniendo en marcha la precisa maquinaria perceptiva y deductiva de su cerebro. Una fina cortina de lluvia caía sobre un asfalto negro y brillante. Los pocos peatones caminaban deprisa, pegados a las paredes de los edificios, deseando llegar a casa para ver a los niños un rato, y cenar y ver la tele, y dormir y despertarse y todo vuelta a empezar. Los comercios cerrados mostraban sus absurdas mercancías protegidas por rejas que cualquier 4X4 derribaría sin esfuerzo. Los neones de los bares anunciaban, estáticos, placeres gastronómicos y de otros tipos. A medida que se internaba en el centro, la variedad de oferta se hacía más sofisticada y alucinante. Pero a Arsenio ya no le sorprendía. Demasiados años pateando esas calles para que un garito cualquiera le impactara. Y menos que ninguno “El Gato Azul”, cuyo umbral cruzó sin vacilación enseñando su pase VIP, sin siquiera mirar a la cola de pringados que imploraban la benevolencia del portero. El Real Madrid seguía anudado al cuello de éste, inútil en su afán de cubrir el tatuaje. No le reconoció; Arsenio estaba seguro de no haber sido visto por la pareja en el bar esa tarde. Saberse anónimo le insufló la fuerza necesaria para dar el siguiente paso, y se dirigió a la barra, donde la mulata servía las copas como si estuviera regalando ambrosía. Se acercó a Arsenio y le dijo al oído todo lo cerca que la barra entre los dos le permitió.
-          ¿Qué te pongo, cariño?
Arsenio sintió que una cascada tropical caía sobre él mientras un aroma dulzón de menta y mango arrasaba sus sentidos….
-          Que qué quieres, mi amol, insistió la mulata.
El tono apremiante operó el prodigio de devolver a Arsenio a la realidad, y componiendo como pudo el espíritu, el semblante y otras partes del cuerpo, contestó:
-          Pues un cubata de ron, que eso seguro que lo pones tú muy bien, y un poco de información, que seguro me va a poner a mí.  
-          El cubata, sí, cariño, todos los que tú quieras. Pero información, no sé…. ¿Qué te puedo decir yo que tú no sepas? Bromeó la camarera que empezaba a sospechar de qué iba la vaina.
-          Mira guapa, hablemos claro. Esta tarde el calvo tatuado de la puerta y tú habéis estado en el bar de una universidad donde resulta que ha muerto un chaval caribeño, tan caribeño como tú y como él. Así que no me vengas con tonterías y explícame qué hacían un maromo y una belleza como tú entre tanto intelectual.
-          Pero qué dices, chico, ¿tengo yo cara de universitaria?  La última vez que pisé un aula fue en el Instituto de Primaria José Martí, y eso hace muchos años…
-          Ya, y seguramente no te has dejado tú estas cerillas del Pub “El Gato Azul” en la mesa que ocupabais. Lástima que tengan tus huellas y las de él.
-          Yo no sé nada, chico. Pregúntale al Kevin. Yo sólo acompañaba.
-          Mira, es que Kevin está ahora ocupado y no le quiero interrumpir. Pero me juego el cuello a que sí le guiñas un ojo a tu jefe, que no te quita ídem, nos podemos ir tú y yo tranquilamente a un reservadito a que me lo cuentes todo. Aunque si el tema del muerto no te gusta, también podemos hablar de tu tierra, esa maravillosa isla donde reina la libertad… y a la que seguro estás deseando volver.

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