viernes, 21 de enero de 2011

La enamorada

Impetuoso, tu cuerpo es como un río

Donde el mío se pierde.

Si escucho, sólo oigo tu rumor.

De mí, ni la señal más breve.

Imagen de los gestos que tracé,

Irrumpe puro y completo.

Por eso, río fue el nombre que le di.

Y en él el cielo queda más próximo.

No sé por qué quiso el azar ponerme delante estos versos pocas horas después de enterarme de lo que había sucedido. Atrás había quedado una semana infinita de angustias inacabables en la que nada pude saber de él, de mi amor, mi río. Desapareció. Justo después de aquella primera vez en que nos vimos cara a cara, desapareció para siempre. Por supuesto, yo no lo sabía. Yo todavía esperaba que la luz del sol se reflejara en su cauce y a la vez en el mío. Todo parecía avanzar al fin. Después de nueve meses de frases, de notas, de conversaciones escritas quebrantando todos los horarios, parecía al fin que él, mi amor, mi río, y yo, también mi amor, también el río, nos perderíamos juntos escapando del mundo en un solo trayecto inquebrantable.

Después de la breve nota –mi río ha muerto-. Después del desafortunado correo que me transmitió la noticia, me sentí liberada. Decidí que tenía que olvidar lo que había sucedido, continuar con mi vida en la isla aprendiendo de esta trágica experiencia que de nada sirve evadirse, que siempre puede encontrarse un infierno mayor. Respondí de manera distante a la persona que me informó, queriendo cortar, de una vez y para siempre, con lo que ha sido la experiencia más aberrante de mi vida. Parecía que el episodio había llegado a su fin. Tal vez extrañé las cartas físicas que no nos dirigimos, algo que poder enmarcar, quemar, o comer desaforadamente empapado en sangre, en almíbar o en ron. Resetear, pulsar el delete, arrastrar nueve meses de mi vida a una papelera de reciclaje me pareció tan frío que llegué a pensar que todo había sido falso, que nuestro amor no había existido realmente, desprovisto, como estaba, de una verdadera rutina material. Eso me tranquilizó. Después de todo, así sería mucho más fácil degustar las dulzuras que da la soledad.

Continué leyendo Una cuestión personal y me dije seguro que Bird acabará escapándose con Himiko. Malditas novelas, me dije. Siempre intentando resolver estúpidos problemas como niños de ocho años. Mandé traer una ensalada de lechuga y descansé por fin de las 22 horas diarias durante una semana revisando el twitter, el blog, los comentarios de El Economista, los últimos hilos de forocoches, el número de visitas a la página de la “International José Rizal Network Magazine”, modificaciones en la Wikipedia que contuvieran su característico “pues y”, citas y referencias con su nombre, con su nick, con su correo, con su usernumber blackberry, iphone, ipad, psp, lastfm, kazaalite, wii, número convencional o fijo, pasaporte, primeras secuencias descodificadas de ácido desoxirribonucleico, color de las pestañas en RGB y CMYK, talla de píe, número de pulsaciones por minuto, dos horas de sueño y otra vez nombres de sus conocidos en Facebook, MSN Messenger permanentemente abierto, Yahoo Messenger permanentemente abierto. Google Talk permanentemente abierto, Skype, dos números de teléfono móvil y uno fijo, operador permanentemente en línea del canal IRC “La Cocina de los Libros”, estadísticas de tecleo y utilización de Ip. en el barrio desde el que solía conectarse, dos horas de sueño, soñar con mi río, 22 horas más, soñar con mi río, 22 horas, mi río, 22, río, río, sin descansar un instante para ponerme a llorar. Una semana así hasta que alguien por fin me escribe un correo eesgraciadamente, tengo que decirte que Alex ha muerto hace unos días. Alexander ha muerto. Mi río ha muerto. Nada más importa. Punto.

Todo podría haber seguido como si nada, acabando yo la infumable novela de Kenzaburo Oé, siguiendo el interminable susurro melódico del mar Caribe, conectándome otra vez a un ritmo natural de seis horas al día, o, mejor aún, renunciando a esa evasión de una vez y para siempre, buscando alguien con quien hablar en las calles de Fort-de-France, alguien que me sonriera en La Savane, a la sombra de las palmeras, mientras camináramos alrededor de la estatua de la emperatriz Josefina. Con esa idea en mente pasé la tarde del domingo, la mañana del lunes. La ciudad vibraba de luz, muy lejos de las temperaturas que había soportado en Madrid, muy lejos de la figura imponente y errática de Alexander.

La mañana del martes acabé con irritación la novela de Oé. No comprendía nada. ¿Qué pasaría con Himiko? ¿Cómo ese monstruo deforme que Bird se empeñaba en seguir llamando hijo podía valer más que su amor? ¿más que toda una vida deseando África, más que las palabras de comprensión mutua, más que el triunfo exultante del verdadero amor? Escupí en el libro. Arranqué las últimas páginas y frenéticamente me puse a bailar sobre ellas en un reflujo del éxtasis caliente que me arrojaron los pocos buenos momentos que compartí con el cuerpo de Alexander, antes de que me viera obligada a dejarle en Madrid. Agotada, caí al suelo. Enseguida llegó mi padre preguntándome qué había sucedido. Yo era no capaz de responderle, sonreía de manera estúpida, sin saber porqué. Él pidió que me trajeran una limonada y cogiéndome en brazos me llevó a la azotea, me sentó en mi sillón favorito y me exigió reposo. Cuando la limonada empezó a surtir efecto, abrí uno de los libros de poesía que tenía alrededor y tropecé con mi amor, me sumergí en mi río.

Si no fuera por ese poema accidental, el eco de otro poema –o del mismo poema- que él me había enviado alguna vez en los últimos nueve meses anteriores a esta semana horrible en la que desapareció mi río y no sabía todavía si él, qué había pasado con él. Y no sabía todavía dónde, si había desaparecido, si había perdido la memoria, si me había engañado a imagen de los gestos que tracé, si después de aquel encuentro... Pero ahora había un cadáver en algún lugar de Madrid, terriblemente frío y maloliente, el cadáver de mi querido Alexander, a quien ya nunca vería de nuevo, nunca podría besar, nunca podría arrastrar junto a mí lejos de la insignificante obscenidad de nuestras vidas. Volví a mirar los versos Si escucho, sólo oigo tu rumor. De mí, ni la señal más breve. Sólo escucho tu rumor. Nada de mí, nada de mí. ¿Cómo podría haber sucumbido de tal manera al embrujo de una persona con la que tan solo caminé diez días, de la que sólo tuve constancia nueve meses atrás? Nada de mí, nada. ¿Acaso mi personalidad era tan débil como para haberse visto reducida a esta búsqueda enfermiza y desesperada, renegando por completo de sí? ¿O acaso yo no tendría también mi parte de culpa en todo esto y el débil fuera él, que después de la intensidad de aquellos días había acabado por se incapaz de mantenerse vivo? ¡No, por Dios! ¡No puede ser! ¿Le habré matado yo? ¿Le habrá matado mi inseguridad, el apoyo que no supe prestarle y que le mantenía vivo? ¡No! ¡No, eso nunca! Tal vez le fallé, pero matarle nunca. ¿Cómo podrían haberle matado mis besos? Besos entre lágrimas enfermas, besos tan angustiosos, que pena me daba dárselos. ¿Cómo podría matarle yo, después de aquellos insultos, de que no quisiera acompañarme al aeropuerto? ¡Líbrame de esa culpa Señor!, pensé. Y me desmayé de nuevo.

Esta vez fue Maryse quien me encontró. Le supliqué que no le contara nada a mi padre. Ah, pequeña Calista, me dijo, yo sé bien por qué tú sufres, si tú quieres yo puedo ayudarte bien, conozco remedios, ayudas para esos males que tú tienes. Esos viajes tuyos son cosa del demonio, chiquilla. Con lo guapa que eres tú, la negra más guapa de toda Martinica. Luego me habló de sus nietas, de lo difícil que era para ellas poder salir adelante, de todo lo que ella había pasado y lo que todavía le pasaba a gente que no tenía tanta suerte como yo. La mande callar, la hice callar como pude, de la manera más sutil, sobre todo tenía que evitar que le dijera nada a papá. Fue un esfuerzo terrible luchar con esa tensión, intentar mostrarme tranquila con lo que me explotaba por dentro. ¿Qué sabía ella de Alexander, de la vida de afuera de Martinica? Tan solo repetía el ancestral discurso de negras pobres y de pobres negras. ¿Qué sabía ya del mundo? En el mundo de afuera había gente como Alexander para quienes ni el dinero ni la raza garantizaban una vida fácil, para quienes estar rodeados de gente feliz tan solo significaba verse obligado a parecer feliz, para quienes la vida era un espejo simétrico de la muerte, violenta, inevitable. ¡Ay, Alexandermío! Ya Muerto. Tratando de aferrarse a mí y ahora muerto, seco, perdido para siempre.

Le pedí a Maryse que me dejara sola y continué pensando, intentando, leer, pensando, a punto de llorar. No tardé mucho en darme cuente de que no podía quedarme aquí, mirando el mar, de brazos cruzados para siempre. Era inútil creer que dar vueltas alrededor de la estatua de Josefina iba a servirme para algo. Tenía que actuar, tenía que volver a Madrid. Tal vez fuera estúpido o precipitado pero necesitaba tomar una decisión, sentir que tomaba una decisión. Y allí estaba Madrid. Madrid era una decisión y debía ejecutarla ya, sin dejar que la duda me carcomiese y formase en mi alma la mancha indeleble de la culpa, imborrable, lastrándome para el resto de mis días. Tal vez con ello ponía en juego la salud de mi padre, pero no hacer nada equivalía a arriesgar la mía propia, renunciar a la mía. Era anclarme para siempre, romper con toda posibilidad de actuar por mí misma. ¡Bien!, me dije a mí misma. Llamé un taxi, metí en una maleta toda la ropa de abrigo que encontré en mi armario y salí a la calle sin querer mirar atrás. ¿Dónde te crees qué vas Calista Sylvine?, me gritó papá, preocupado, intentando parecer amenazante. Una punzada de dolor me sacudió el pecho. Mi papá es una buena persona. No se merecía sufrir por el extraño comportamiento que estaba teniendo en las últimas semanas. A pesar de ello, todo era demasiado grave, demasiado importante y, para mi pesar, tuve que dejarle allí, gritando casi sin voz, sin poder hacer nada para tranquilizarle. Ahora sólo podía pensar en la forma de comprender qué le había pasado a mi río, que me pasaría a mí, atormentada, como me encontraba, por la soledad y la culpa.

* * *

La decisión de volar desde Fort-de-France a Madrid puede tomarse a la ligera, pero luego quedan por delante siete horas de vuelo hasta París, una escala de ocho horas en el aeropuerto de Orly y un último trayecto de dos horas hasta aterrizar en Barajas. En total dieciocho horas de viaje y seis de diferencia horaria, un día completo alimentando las peores preocupaciones, recordando los momentos más duros y las más tiernas palabras. Durante un instante, me decía a mí misma que todo iba a salir bien para diez segundos después darme cuenta de que Alexander había muerto y seguiría muerto y ya nunca dejaría de estar muerto, sin que yo hubiera hecho nada para poder evitarlo. Tal vez, incluso, empujado por mis propias acciones, por mis temores, por mis ridículos sueños de evasión. El taxi me había dejado delante del aeropuerto Aimé Cesaire. Apresuradamente, sin hacer caso de las recomendaciones de la vendedora de pasajes, cargué en la visa de mi papá el vuelo que antes saliera y que llegara primero. Estaba segura de que mi papá sabría perdonarme. Tenía que pensar qué hacer, cómo actuar. Incapaz de sentarme pasé tres horas dando vueltas por las salas del aeropuerto Bajo el sol tropical de las Antillas / marchítase la flor; / como ella palidecen tus mejillas / al fuego del amor, recordaba entre lágrimas. Nos habremos deseado tanto / que el beso habrá muerto.

Alexander había sido capaz de conocerme más de lo que nadie lo había hecho en mi vida. En pocas semanas había comprendido la angustia de mi soledad en esta isla perdida del Caribe, que para tantos puede parecerse al Paraíso y para mí tan solo es una cárcel vegetal, una inmensa celda que comparto con unos seres superfluos que, lejos de acompañarme, me demuestran la injusticia de haber nacido en una tierra de necios. Negra y entre necios no tenía ninguna posibilidad de salir adelante. Él me comprendió, comprendió la verdad íntima de mi amor pero yo. Yo no quise escuchar la angustia de su última llamada: tú tienes la receta, la fórmula secreta / para poner en ritmo mi corazón / no existe medicina, doctores ni aspirinas / para el dolor que siente mi corazón. Caminaba de un lado a otro recordando palabras, pequeñas frases que surgían de su sinceridad y se perdían en el lodazal de mis inseguros oídos: Tú, a quien la naturaleza ha dotado con espíritu, dulzura y belleza, la única que puede mover y gobernar mi corazón. Las rutinas previas al vuelo me ayudaron a distraerme un poco y nada más sentarme en mi asiento caí rendida en un largo sueño que ni siquiera las azafatas se atrevieron a perturbar. Cuando abrí los ojos era de noche todavía pero ya estábamos sobrevolando Francia y nos acercábamos a París. Para una francesa criada en Martinica no deja de ser triste disponer de ocho horas y ser incapaz de dedicarlas a recorrer la ciudad de la luz. Alexander con sus cartas llenas de vida y experiencias, con los intensos relatos de su deambular por Madrid había sido capaz de contagiarme un espíritu de libertad y de osadía totalmente desconocido para mí. En honor a él debería salir del aeropuerto tenía tiempo suficiente para recorrer el Sena, para conocer Notre-Dame y pasear a lo largo del Champ-de-Mars, pero era incapaz de mover un músculo, trastornada como estaba por el amor y la muerte. Intentar dormir era inútil, así que me acerqué a una de las librerías y cargué en la visa Mémoires d'Hadrien. Me senté en un rincón y comencé a leer pero me resultaba imposible concentrarme. Esperé, esperé, intentando no pensar dejé pasar las horas y consumirse París, ajena al Pont-Neuf, al alborozo soñado de Montparnasse, al lento y sucio devenir del Sena, siempre vivo, siempre vivo, siempre vivo.

Cuando llegué a Madrid, ya había anochecido. Era martes y yo no sabía prácticamente nada. El viaje había surgido de un impulso y las largas horas de vuelo no me habían servido para idear un recorrido práctico, para planear cómo proceder. Intenté hacer memoria y caí en la cuenta de que ni siquiera sabía cuántos días habían pasado desde el día de la muerte de Alexander. Estaba en Barajas, en la misma salida en la que él había llegado a recogerme hacía menos de un mes y sólo en ese momento, en el momento en que me sentí allí, sola, sin nadie que pudiera pensar en esperarme, me di cuenta de la verdad física de su muerte. Pensé en su cuerpo, ahora cadáver, y comprendí que habían pasado muchos días, seguramente ya lo habrían enterrado, o lo habrían quemado, o lo habrían enviado de regreso a Puerto Rico, un país que no quería y al que nunca habría querido volver. Estuve a punto de marearme pero, allí, en la puerta de entrada a un país extranjero, ni siquiera podía contar con que unos brazos amorosos, como los de mi pobre papá o la tonta de Maryse, me recogieran. Conseguí controlarme lo justo para llegar a una pared, busqué dónde sentarme pero era imposible. No había un solo asiento a la vista. Tuve que acercarme al bar para pedir una tila y poder sentarme. Revisé los periódicos, pregunté a los camareros si sabían algo de un puertorriqueño muerto en la universidad. Nadie tenía ni idea. Si hubiera traído mi pc podría haber buscado algo en la red pero en la apresuramiento de la decisión de viajar sólo había pensado en la temperatura y lo olvidé por completo. Estaba totalmente desorientada pero no podía quedarme allí. Además, tenía algo que sí podía serme bastante útil, lo único a lo que recurrir: las llaves de su piso.

Cuando llegué al barrio de Alexander eran casi las diez de la noche. Me sorprendió el miedo con el que recorrí las calles que separaban su casa de la parada de metro. La altura de Alexander me hacía falta para caminar con soltura por allí. Estaba tan aterrada que aceleré el paso. Al llegar al portal me agarré del tirador y metí la llave en la cerradura mientras preguntaba si sabía algo a un muchacho que pasaba por allí. ¿Quién eres tú?, me dijo. Yo no sé nada, pero no eres de aquí. ¿Eres policía? Le dije que no y, sin despedirme, subí corriendo las escaleras y me metí en la casa, antes incluso de encender la luz. Aquello era un desastre. El estudio estaba envuelto en un caos increíble. No parecía el mismo lugar en el que por primera vez pude dejarme arrastrar por el torrente de la musculatura violenta de Alexander. Parecía que una jauría de lobos hubiera vivido allí las últimas semanas. Mi primer impulso fue salir corriendo de allí pero no tenía ningún lugar a donde ir. Retiré como pude el desorden de encima de la cama y revisando un cajón encontré un tranquilizante que me ayudara a dormir.

Me desperté presa de una inexplicable tristeza. Ya debía ser mediodía. Alexander había muestro y eso debería ser razón suficiente para sentirse mal. Además estaba allí, en el mismo lugar en que había compartido con él los mejores momentos y los momentos más tensos. Allí me confesó su promiscuidad, las relaciones que mantenía con diversas mujeres, no precisamente por amor. Allí me habló de los chantajes, de las presiones que recibía de ellas, de unas tramas escabrosas mezcla de experimentos clínicos, historias extrañas, drogas, magia, religión y violencia. Un remolino de inconsistencias que ni él siquiera era capaz de comprender. Allí comprendimos la pureza beatífica que sustentaba nuestra liberadora pasión. Y allí mismo, dándole la vuelta al discurso, amenazó con matarse si no reunía el dinero suficiente para que huyéramos juntos. Quería que nos sirviéramos del dinero de mi papá para construir una coraza conjunta que nos protegiera del mundo. ¿Dónde? No lo sé. Parecía hechizado por la idea misma de la indeterminación. Yo, a pesar de no entender nada, comprendía sus razones pero me sentía incapaz. ¿Cómo podía hacerle eso a mi pobre papá? En ese momento, recordando esas escenas y comparándolas con el espectáculo lamentable del estudio desordenado, sucio, arrancado de manera definitiva de la realidad que en él viví, todo era suficientemente dramático como para sentirme triste pero era incapaz de comprender la naturaleza de esta tristeza extasiada que me agobiaba por dentro, que me vaciaba, que me hacía sentir seca y difusa como un simple desierto. ¿Acaso había comprendido al fin la superficialidad de la vida? Recordé algunas palabras de Alexander, su obsesiva necesidad de huir y el poso de certidumbre de que sería imposible. ¡Si al menos hubiéramos muerto juntos! Podríamos habernos lanzado juntos al río Manzanares, habernos atado una piedra en los pies, cosidos los labios, para hacer fluir de un cuerpo a otro el veneno mortal de la ausencia de aire. Pero le dejé en Madrid, solo, con todos sus demonios. Presto para la muerte, sin la más ínfima posibilidad de huir. Entonces comprendí que yo también debía suicidarme. Me acerqué a la ventana y miré afuera. ¡Qué lugar más vulgar para morir!, pensé. Luego me acordé de papá y decidí vivir, volver a Martinica, hacer eso por él. Allí, en esa ciudad tan grande que apenas conocí, todo parecía demasiado complicado para alguien como yo. Nada podía hacer por Alexander y tampoco por mí. Su figura casi empezaba a difuminarse, tomaba de manera súbita el carácter de la experiencia pasada, de lo que no puede volver. Intentando conservar al menos una prueba de que había existido, metí en mi maleta una foto de él, rodeado de amigos, que estaba en la mesilla. Eso sería todo. Ahora, ya nada podía hacer por él.

Hoy es 22 de diciembre y estoy preparando el muérdago, envolviendo los regalos, haciendo todo lo posible para que estas navidades papá sea un poquito más feliz. Mientras ato los lazos me siento más cobarde que Bird, más lejana que nunca de la emperatriz Josefina pero qué puedo hacer. Vivo. Aún soy joven. Tal vez en el futuro me enamore otra vez.

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