jueves, 27 de enero de 2011

Desapercibidos

Desapercibidos


B empezaba a respirar un cierto cambio en el aire y no solamente era que se atreviera a bajar las escaleras en topless, despistadamente había robado una moleskine para zurdos en la biblioteca de la facultad, mientras B consultaba un libro. En la altura de las pantorrillas podía sentir sus bordes; ya dibujaría en los márgenes perfiles huidizos para después darle un movimiento de abanico y ver toda la animación completa de forzudos vestidos de ballet. A mitad de la escalera V esbozó una sonrisa al observar cómo los peces amarillos, bajo distintos grados focales, proyectaban los erguidos pezones de B, al tiempo que él escuchaba Autumn Leaves interpretada por Eric Clapton. The falling leaves/ Drift by the window/ The autumn leaves/Of red and gold/ I see your lips/The summer kisses/The sunburned hands/I used to hold/ Since you went away/ The days grow long/ And soon I'll hear/ Old winter's song/ But I miss you most of all/ My darling/ When autumn leaves/ Start to fall.

V dio unos cuantos pasos y B recordó las clases de baile de salón en las que V había practicado con su madre el vals que bailaría en la graduación de bachillerato de su hermana. La verdad fue que se dio cuenta de que la mayoría de la gente se mueve como un gato, con un ritmo interno que no traza días en el calendario. El sol de invierno olía a hierba seca y a castañas; pero incluso la propia sombra le enfriaba, sólo había un brillo anudado en la esquina de sus hoyuelos que planeaba rehiletes en el propio silencio. B observó la caratula de su reloj, eran justo las tres y media, hacía un frío que pelaba y rápidamente se ajustó aún más la peluca de mechas azules y negras que había comprado cerca del Museo del jamón . B escupió la goma de mascar sin que V la observara, pues bien sabía que aquel gesto le disgustaba porque le hacía recordar a una tía enrebozada que le cepillaba los cabellos con jugo de limón. Para B cursar el grado de maestría en realidad le fastidiaba, la vida debería ser más un paseo en bicicleta sobre una muda mancha azul, algo más que un atrapa moscas que se balancea a mitad de la pista de baile. Pero aquello era invierno y para B no había podido haber sido otra historia, otra balada que escuchar en circulares de avión. Tal vez si hubiera revisado lo falso que resultan los caminos de cebra todo hubiera sido demasiado afín al silencio de sus ojos. Sin embargo tenía corta vista para limpiarse las legañas de la hora tardía.

Cuando B y V llegaron a la escuela, el barullo era un crucigrama. L sintió el vuelo de una libélula revoloteando dentro de sus Everlast 1910. La misma marca que Cassius Clay, apodado mucho tiempo después “El más grande”, usaba en los rings de boxeo con su clásico estilo Flota como una mariposa, pica como una abeja.

B dio una ojeada al perímetro. El edificio al que se dirigían le produjo un ataque de hipo. Cuando llegaron no había nada que hacer. V respiró el aire como una bocanada plagada de graznidos de letras. Confusamente se filtraron motivos y porqués. Las voces se esparcían como neumáticos en una autopista. B se quitó la peluca frente a la conserjería vacía y vio que sus ojos en el cristal eran negros, sus cejas desiguales y en el rabillo del ojo rascó su cicatriz de varicela que hacía un año dos meses se negaba a desaparecer. Llevaba el pelo corto, un centímetro bajo la oreja con algunas luces rubias aquí y allá. Cerró el puño y golpeó la ventanilla.

  • Hola, hola.

Nadie se asomó. V que era más observador le detuvo la mano.

  • Deja ahí, qué no ves.

V le señaló un cartel. B por simple curiosidad se acercó a leer en voz alta señalando con el dedo cada palabra. La suerte le sonrió, aquel día se suspendían las clases, así tendrían tiempo de dar un paseo por el museo del Prado; pero por qué razón un murmullo seguía girando a su alrededor.

  • Pero qué chisme se traen.

  • Algo gordo ha pasado, ve cómo caminan,

  • Pues como pingüinos, sólo que más deprisa.

  • Si serás boba.

  • Pues yo esto no lo entiendo.

  • Demos una vuelta para preguntar.

  • La mochila me pesa tanto que me hace joroba.

  • Anda ya.

B y V caminaron sin estrecharse las manos.

  • ¿Quieres un bocadillo?

  • Mejor una bebida para asentar el estómago. Estoy muerto de hambre.

B hizo un ligero gesto de dolor.

  • Me siento agotada, un cólico me dobla el ombligo.

  • Tómate las pastas.

B y V se toparon en sentido contrario con una chica regordeta de acento francés que bajaba corriendo las escaleras del segundo piso.

  • No vayan por ahí.

Eso fue todo y se esfumó. A B se le escapó una risa, no tanto por su palidez, sino por el énfasis de la advertencia

  • Y a esa qué avispa le ha picado.

  • Júzgala.

B sintió como una cosquilla amarga se extendía del frío de sus pies a efecto dominó por todo su cuerpo, hasta amasarle el sentimiento en repliegues de hielo. V descorchó su cerveza y recordó la primera vez que había besado a B. Su lengua huía como un pajarito asustado bajo un farol de luz mortecina, y ya era tarde cuando sus manos tropezaron con sus senos y en un mordisquito cortado le dijo:

  • No me gusta que me toquen el pecho izquierdo del corazón. Trae mala suerte.

B se relamió los labios secos y del bolsillo de su abrigo sacó un par de Sincol.

  • Dame un trago, que se me hace un nudo.

V le pasó la lata de cerveza. Frente a ellos el absurdo ir y venir de la cuenta de los pasos sucedía conforme caminaban.

  • Qué horror.

  • Haz visto la cara de la profesora.

  • Es una monada, tiene un aire de Penélope Cruz.

El lugar estaba atestado de personas. Dos chicos ingleses llegaron corriendo y diciendo algo confusamente en inglés, algo así como que alguien se había disfrazado de pollo.

  • Lo has visto.

B sudaba y miraba absorta como una niña. No sabía qué hacer o decir. V también miraba, luego la observaba directamente a ella con sus evasivos ojos oscuros. En punta de pies alzó la cabeza como sorprendida, ruborizada brevemente, pues no cambió la expresión de su mirada. El frío le pellizco las piernas. Siguieron mirándose mientras los ingleses parloteaban.

  • Qué puede haber pasado.

  • ¿Alguien lo conocía?

Ella no se movió para apartar la vista sino que parecía descansar en los ojos de él con cierta curiosidad. Como siempre la mirada de él vacilaba. Todo parecía un ruido sordo.

  • Qué patético.

  • Vámonos de este lugar.

  • No es nada.

Una italiana que había viajado con ellos en metro se daba palmadas en la frente. B dio un nuevo trago a la bebida de V.

  • Por qué se empeñaría alguien en hacer algo así.

  • Qué tristeza.

  • Una calamidad.

  • Pero sí a mí me da igual. Yo ni siquiera lo conocía.

  • Si será mentira. Te desconozco cuando hablas de manera tan indolente.

  • No seas ridícula.

La chica enmudeció mordiéndose los labios. Para B todo aquello le parecía un gallinero.

  • Cocorico.

  • Kikeriki.

  • Kúkuriguu.

  • Kokekkoo.

  • Cock a doodle doo.

  • Quiquiriquí.


La verdad es que no entendía ni cló. La escena se fragmentaba entre siseos disonantes y en su pensamiento una extraña coincidencia, algo insensata, le hizo recordar a Olesya, una vecina que a cualquier hora del día se presentaba con un moretón reventado por qué el muy cretino de su esposo le ponía cada paliza por usar faldas tan cortas; y es que nadie se entera de nada hasta que algo huele mal. B se encogió de hombros mirando con disimulo sus tetas al aire, pues rara vez entendía de lloriqueos extranjeros. Olesya, un día estrenaba zapatos, otro un bolso nuevo, y nunca se sabía cuando iría al súper vestida de coctel. En aquel tiempo a B le daban ganas de que a cambio de una bicicleta le dieran un par de cachetadas, o ya si tenía suerte que le rompieran la pierna. Cómo se le ocurrían ese tipo de cosas. Pero lo que sucedía era que B no entendía o entendía al margen de la línea mental.

  • Claro, son las rachas, hay rachas mejores y otras peores, lo malo es cuando destaca el olor.

  • Pero de qué hablas.

  • Del sexto sentido.

  • Quítate los pájaros de la cabeza.

B y V caminaron con distracción observando las paredes de los corredores con los muros plagados de anuncios, acrósticos y epitafios dedicados a un tal Alexander García, y uno que otro pin-up de la década de los cincuenta que les saludaba con una sonrisa muy sugerente. No había atajos. V en sus manos sentía las sílabas de su latido. Llegaron a la cafetería, el ambiente estaba que hervía de marabunta. V advirtió las mismas expresiones de los rostros, casi como si estuviesen calcadas de un comic de Quentin Beck. B se comió las uñas. Todo era tan confuso y absurdo.

  • Está loca.

Dijo un anciano con una carpeta bajo el brazo que se movilizaba entre la gente en dirección a una mesa de manteles que decía claramente reservado. B aturdida pensó que en aquel lugar había que hacer reservaciones previas para sentarse a comer un bocadillo.

  • Qué disparate.

  • Donde quiera hay escándalo.

  • Qué raro.

  • Ven, dame un abrazo.

  • Mmmmm es verdad estás engordando. No estarás…

V sonrió por su torpe broma.

  • Son las pulgas. Pídeme una Heineken.

B sintió deseos de ser otras B en la misma B. Sin exageración aquel ambiente le hacía sentir pesadumbre. Estornudó y dos hilos se le escurrieron por la nariz. Agachó la cabeza y con el puño izquierdo del abrigo de segunda mano se limpió. Una desconocida vestida de azul le dio una palmadita en el hombro. Otra, una chica japonesa que caminaba en sentido contrario al de ella le dijo tranquilízate, cariño y sus labios olían a chicle. Fue entonces que casualmente el mundo giró y B se sacudió el mismo lugar por si acaso le habían dejado migajas o un mensajito pegado. Después volvió a mirar la ensombrecida vida que se cernía tras su espalda. El anciano con gafas conversaba en tono bajo y de manera alterada con un chico que por su gesticulación también parecía turbado. La gente pasaba de aquí para allá. Un escalofrío le recorrió la espalda. Los de la mesa de a lado comían filetes y hablaban entre ellos.

  • Haz pensado en donar tus órganos.

  • A mí que me quemen.

  • Pero vivo.

  • Qué insensible eres.

  • Joder.

  • Tú que prefieres, ser comida de gusanos, abono para zacate o croquetas para peces.

  • En su lugar preferiría que me recetaran la eutanasia.

Los cuatro se rieron y sin saber por qué B también sonrió. Todo era posible. V regresó con un par de cañas. B estiró sus piernas para subirlas sobre la silla de enfrente, así V podría sentarse a su lado. Tenía tantas ganas de fumar. Para calmar la ansiedad comenzó a doblar una servilleta para hacer un barco de papel.

  • En qué piensas.

Dijo V poniendo su mano sobre su pierna. Ella no lo sabía. Un trecho de su pasado tras otro, sin orden, abría las líneas de su mente, deshaciendo y rehaciendo su vida desde aquel momento que tomó el avión de México a Barajas. Así que sólo se le ocurrió contestarle que en hacerse monja.

  • Cómo dices sandeces. Mójate los labios. Estás tan pálida que pareces un muerto.

B sintió que la sangre se le iba a los pies. La mano le tembló como si tuviera párkinson. V le hizo cosquillas en las axilas clavándole un par de dedos. B lo abrazó con ganas de vengarse. Pero un nuevo grupo de chicos pasaron musitando.

  • Piénsalo bien.

  • No seas absurda.

  • Nadie se suicida así como así.

  • Esto me pone nerviosa.

  • No puedo ir contigo.

  • Qué harías tú en mi lugar.

  • No ir a sesiones de tesis con esa zorra.

  • La última vez que quedamos no había nadie en su despacho.

  • Te acuerdas que se escondió tras el librero y fingió no vernos.

  • Luego estrelló el cristal con una naranja.

  • El robo del libro no era para tanto.

  • Por lo menos avísame dónde vas a pasar la noche. Lo demás no me interesa.

  • No eres mi madre.

  • Sólo quiero saber.

  • Lo que haga o no en mi tiempo libre da lo mismo.

  • No me estás entendiendo eres libre de hacer lo que te plazca.

  • ¿Nos vemos mañana?

  • Después.

  • Espera no te vayas enojada.

La sujetó del brazo intentando retenerla.

  • Déjalo así.

  • Escúchame bien.

  • Suéltame.

  • Tienes la mente retorcida, igual que Irene.

  • Mejor hazte a la idea de que ya estoy grandecita, y que morirse le puede pasar a cualquiera.

  • Tienes razón, ya eres mayor; pero no te pases de lista.

A la salida de la cafetería se despidieron con un beso ruso y aunque los rumores se empalmaban B no confiaba en las frases sueltas ni en las personas que bebían productos light. Todo aquello pese a que le daba un mal sabor de boca le parecía un chiste negro, uno de esos que hace perder el llanto y el habla.

  • Cosa de un mal rato.

  • Ya se nos pasará.

  • Como si la vida fuera un accidente o un capricho.

  • Qué desdicha.

  • Pura casualidad.

  • No sé de qué me hablas.

  • Cómo iba a saber que quedarían para tomar un café.

  • Sabías que le conocía.

  • Todo fue una coincidencia

  • No te conduele.

  • Quizá por eso no leo los periódicos.

Dos chicas se miraron a los ojos, quisieron sonreír, pero una pequeña soledad se cruzó a mitad de su distancia, cuando observaron que en una de las mesas un par de señoras, con carpetas abrazadas y cada una con sus portafolios, no terminaban de despedirse.

  • Qué es lo que no entiendes.

  • Todo parece una pesadilla suspendida.

  • Por lo visto habrá todo un movimiento.

  • Se trata sólo de suplencias.

  • Tiene lógica.

  • Quisiera ayudarle.

  • Pero si es un vejestorio.

  • El asunto me ha conmovido, siento como si estuviera muy lejos y esto fuera un espejismo.

  • Una toma sus precauciones y ya ves, lo inesperado te da una sacudida.

  • Te aconsejo no pensar en eso. Ya habrá tiempo de sobra.

  • Pero si no puedo impartir ni los temas en clase, estoy con los pelos de punta, la carne se me hace de gallina.

  • Tienes razón, todo mundo habla de ese chico.

  • Yo tengo un alumno que siempre levanta la mano, y con descaro me pregunta: a usted qué le parece como actúa Jack Nicholson en El cartero llama dos veces. Sé bien que es una trampa. Están obsesionados. A mí me gusta el libro de Dashiell Hammet, pero esto me sobrepasa. Incluso cuento los segundos de silencio. Luego hay otro que me pregunta si he pensado en mi testamento. No es que me enfade. Lo peor es cuando me piden que opine sobre Irene Vázquez.

  • Deja de eso, luego está ese tal Paco.

  • Qué quieres que te diga, es un desastre.

Cada una tomó de su bebida.

  • A mí me da por pensar que lo mataron.

  • Es posible. La pasión siempre es una condena de muerte.

  • Qué sandez. Nada tiene que ver con nada. Todo parece una pesadilla suspendida. A veces cuando me doy una ducha me da una risa histérica o un dolor de migraña, hasta me dan ganas de cortarme las venas con el rastrillo. Luego me tranquilizo.

  • Relájate, no dejes que los alumnos te desesperen. No servirá para nada.

  • Pero no te das cuenta, esto perjudica a cualquiera.

  • A mí me afecta poco. No pierdas tu tiempo.

  • Me fatiga tener que soportarlos.

  • Llévalos por las ramas.

  • Sufrir la muerte y soportar la vida.

  • Erre que erre.

Las dos mujeres se despidieron. B bostezó, hasta dónde llegaría aquel remolino de murmullos sino ponían punto y seguido a la situación.

  • Cambia esa cara.

  • Aquí han matado a alguien.

  • ¿Hace cuánto?

  • No entiendo ni pizca; creo que fue algo exprés.

  • Qué más da. Nosotros tenemos seguro médico que cubre los gastos de repatriación. No creo que haya problema en eso.

  • El problema es buscar un asesino.

  • Fuéramos tan pudientes.

  • No te preocupes, lo más fácil es comprar un matarratas.

  • Eso ya me entusiasma. Es tan cotidiano.

B no dejaba de echar un vistazo a las demás mesas. Sobraban los comentarios.

  • ¿Crees en Dios?

  • Qué pregunta tan ridícula.

  • En ocasiones y con dificultad.

  • ¿Y tú?

  • En momentos de mal gusto.

  • Dicen que puede leer el pensamiento.

  • ¿Sin papeles de guión?

  • Día y noche.

  • Absurdo.

  • Incrédula.

  • Es algo práctico.

  • Dios también tiene ganas de días libres, de salir a beber coca colas con hielo.

  • Basura.

  • Sea como sea el asunto es peculiar.

  • Una mugrienta historia.

  • De fría calma.

  • De la grosera muerte.

Todo ese intrincado de ideas a B no le importaba gran cosa. Sólo pensaba en que en extrañas ocasiones nos damos cuenta en qué momento nos hemos convertido en un cadáver invernal hasta que espantamos las moscas a manotazos sobre nuestras cabezas. En aquella película sólo había bastado una caída para que la realidad jodiera la cáscara de algodón de un tipo llamado Alexandro García. Cualquiera, incluso V, podía caer bajo sospecha o en el mejor de los casos ser la siguiente víctima.


Carolina Acosta Escareño

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