miércoles, 19 de enero de 2011

Relato del Estudiante

Hacía poco más de un mes que había vuelto a Madrid. Desde que tomé la decisión de volver para estudiar un master, estaba muy seguro de lo que iba a hacer y de que todo iba a salir de maravilla. Pero me equivoqué tremendamente.

Cuando le dije a mi madre que quería volver a España, se puso con los pelos de punta. Hijo mío, me dijo, ¿qué buscas en esas tierras lejanas que no puedes encontrar en tu país? La verdad es que no supe contestarle. Nosotros viajeros tenemos algo en las venas que no sé definir muy bien, es como un imán que nos impulsa a salir por ahí, a explotar, a conocer otras culturas. A mi madre todo eso era incomprensible. No hay nada como la compañía de los tuyos, repetía.

Mantuve mi aire positivo y la certeza de mi decisión hasta que empezaron las clases y las prácticas y la vida adquirió una rutina. Empecé a sentirme solo, lo confieso. Y en los últimos días las palabras de mi madre no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. La verdad es que vine entusiasmado por reencontrar mi amigo Alexander y esperaba que fuéramos a repetir las aventuras que vivimos hace algunos años en Madrid. Marcha, viajes, paseos, muchos amigos, chicas guapas y todo el resto que ya se puede imaginar.

De hecho, encontré un Alex, pero no el Alex. En las pocas veces que logré hablarle por teléfono, estaba frío, agitado y me daba siempre la impresión de que tenía prisa. Intenté preguntarle que le pasaba, por que estaba tan raro y si había algo que podría hacer para ayudarle, pero siempre huía del tema, decía que no pasaba nada. Después de muchas tentativas frustradas de quedar con él, terminé por desistir, aunque esa decisión aumentara aún más mi soledad.

Un jueves más y estaba yo solo por la noche en mi habitación tirado en la cama intentando leer -el eco fantasmal de las palabras de mi madre no me dejaba concentrar-. Miraba al ordenador, pero sabía que allí dentro no iba a encontrar nada nuevo, tampoco en la tele. Pensé entonces en ir al cine, mas mi presupuesto de estudiante no me permitía ese lujo más que una vez al mes. Me aburría.

Para mi sorpresa, aquella noche sonó el timbre. Una visita inesperada: ¡Alex!. Yo no podría estar más contento. Ahí estaba mi amigo, vino a rescatarme del aburrimiento, pensé. Pero me equivoqué. Alex estaba aún más raro personalmente que por teléfono. Había perdido demasiado peso desde la última vez que lo vi, estaba pálido y tuve la impresión de que debería de estar borracho o quizá drogado porque temblaba y sudaba mucho. No me miraba los ojos.

Le pedí que entrara y que se sentara pero me dijo que no tenía tiempo. Traía consigo una mochila, me la entregó y dijo que dentro estaba su ordenador estropeado. Me pidió que lo arreglara y añadió: eres el único de quien puedo fiarme. No digas a nadie que tienes mi ordenador. ¿Me lo prometes? Le contesté que por supuesto que sí pero que necesitaba una explicación: ¿por qué se encontraba tan raro?, ¿por qué no quería encararme?, ¿qué secreto podía haber dentro de la máquina?

Por fin admitió que le pasaba algo y que no podría contármelo antes de hacer lo que iba a hacer al día siguiente -no me dijo qué era-. Le prometí que le entregaría su ordenador reparado el jueves siguiente y quedamos en la universidad, delante del edificio D, donde iba él a las clases de su master.

La curiosidad me hizo empezar de inmediato el arreglo y, nada más empezar, me dí cuenta de que estaba delante del mayor reto de mi carrera de informático. El ordenador estaba completamente invadido por toda clase de virus que se puede imaginar, los archivos estaban corrompidos, los programas no se ponían en marcha. Nunca había visto un lío tan grande en una sola máquina.

Lo primero que hice fue buscar la ayuda de mis amigos informáticos porque no me ocurría ninguna idea, no sabía ni por dónde empezar. Cuando les enseñe el caos que teníamos por delante, se lo tomaron en serio -estaban tan estupefactos como yo- y en seguida empezamos a intentar solucionar el enigma. Trabajamos día y noche, hicimos todo lo que pudimos, hablamos con los mejores especialistas que conocemos, pero nada, no logramos dar ni un paso. Por fin nos rendimos.

Así que el lunes por la mañana llamé a Alex para decirle que no ya no podía hacer nada por su ordenador, mejor sería que comprara otro. Pero, no contestó el teléfono. Seguí intentando sin éxito hasta el miércoles por la noche, cuando decidí ir a su encuentro para darle la noticia personalmente.

El jueves por la mañana llegué puntualmente a las nueve al edificio D y, para mi sorpresa, la entrada estaba prohibida por la policía. Había un aglomerado de personas, unas intentando entrar, otras curioseando. En las caras de alumnos, profesores y empleados pude percibir un aire mezclado de curiosidad y preocupación. Pregunté en vano que había pasado, pero nadie supo contestarme. Me acordé que Alex solía pasar por la cafetería a menudo entonces me dirigí allí a buscarle.

En la cafetería tampoco encontré mi amigo. De pronto me dí cuenta de que la atmósfera allí era aún más pesada que delante del edificio. Miré alrededor y percibí que todos murmuraban y tenían una cara de desesperación. ¿Qué ha pasado aquí?, me pregunté. Mientras pensaba qué hacer, decidí tomar un café. En la barra que el camarero charlaba con la señora de la limpieza. Intenté ser discreto al acerarme en un intento de descubrir algo y todo lo que escuché fue: el cuerpo de un estudiante. En un estallido el tiempo paró, los murmurios cesaron, el aire se escaseó, sentí un mareo. ¡Alex!

Salí de la cafetería corriendo desesperado para hablar con la policía pero en el camino un recuerdo: “No digas a nadie que tienes mi ordenador.” Ahora sí yo estaba completamente solo y el mayor reto de mi vida se volvió una cuestión de honra y respeto por mí amigo. Tenía que encontrar una forma de sacar algo de aquel ordenador, seguro que allí encontraría una respuesta.

Volví a casa trastornado. Me encerré en mi habitación y empecé a repasar todo lo que habíamos hecho en el intento de arreglarlo. Algo se nos había pasado, tenía que habernos pasado. De hecho, sí. Mis compañeros informáticos y yo estábamos tan excitados con el desafío de reparar la máquina que nos olvidamos de intentar transferir los archivos del disco duro a otro ordenador y repararlos.

De inmediato me puse a hacerlo. Trabajé tres días sin descanso, comiendo lo mínimo para mantenerme de pie, sin salir de la casa. Por fin, lo logré. Casi tuve un vértigo al darme cuenta de que todos los archivos de Alex se abrían delante de mis ojos. Ahora tenía que investigar todos los rastros que pudiera encontrar en esos documentos. La verdad sobre la muerte de Alex podría estar en mis manos.

Yo sabía que mi amigo era un chico muy popular y que le encantaba relacionarse con todo tipo de personas, personal y virtualmente. Era siempre el primero en encontrar nuevas redes sociales en Internet e inscribirse en ellas. Estaba conectado todo el rato, con los más diversos contactos. Sin embargo, yo que soy el informático, no me meto en esos juegos virtuales. Creo que justo por el hecho de trabajar alrededor de doce horas al día delante de ordenadores, me gusta estar en la compañía de gente de carne y hueso o de un buen libro en mis horas libres.

Para mi decepción, en principio, no encontré mucho en los archivos que Alex tenía salvos en su disco duro. Había unos cuantos trabajos de la facultad, algunas fotos y videos y poco más. Las fotos eran de fiestas, de marcha, de viajes, nada sospechoso. Pero entre ellas encontré una que me llamó la atención por el hecho que estaba aislada, o sea, no estaba en una carpeta identificada como las demás. El nombre del archivo era aún más curioso, Calista, nombre que no me sonada en absoluto. En la foto había una chica negra, muy guapa, con los pelos largos rizados que le caían sobre los hombros (provisorio). ¿Quién eres tú, Calista? Busqué aquel rostro en todas las demás fotos y en los videos, pero no figuraba en ninguna parte.

En este punto me quedé paralizado, no podía creer que eso era todo lo que encontraría en la máquina de Alex. Delante de ese fracaso, sabía que lo único que podría ser realmente útil para mi investigación sería encontrar las claves de acceso para su correo electrónico y sus perfiles en las redes sociales. Empecé otra vez a buscar en todas las carpetas hasta que dentro de una carpeta llamada Diversos, encontré otra Personal, y otra No abrir, y otra Secreto y dentro de esta última dos archivos Word: en uno de ellos había un reportaje del periódico "El Observador Imparcial" sobre la extraña muerte de dos estudiantes universitarios, cuyos nombres no me sonaban y un archivo criptografado titulado Calista. ¿Otra vez tú? Estuve dos días intentando encontrar una clave de acceso para abrir el archivo, pero la verdad es que yo no tenía ni idea de lo que podría ser la buena respuesta.

Después de tanto esfuerzo inútil, dejé esta vía y empecé a buscar pistas en los perfiles de Alex en el Facebook y en el Twitter. Pero tampoco allí estaba la respuesta. Calista no estaba en ninguna parte, por lo menos no con este nombre. A lo mejor tenía un pseudónimo o un nombre verdadero que no ese.

Investigué las publicaciones de las páginas de arriba abajo y todo lo que pude concluir fue que mi amigo era realmente popular -lo que ya sabía- y que últimamente accedía a sus perfiles y publicada posts con mucho menos frecuencia que hace unos meses. Sus publicaciones eran casi todas invitaciones para fiestas, para salir de marcha y sobre música. Y los comentarios de sus amigos también iban siempre por lo mismo, a no ser a partir de cuando sus posts empezaron a escasear. Entonces la gente pasó a cobrarle. Alex, y la marcha? Ya no eres el mismo, eh! Alex, nada este finde? Mi amigo, qué estás mayorcito! Y por ahí seguían. Que Alex estaba diferente yo también ya me había dado cuenta.

Mi única esperanza era Calista y dada mi impotencia en descifrar el enigma, decidí salir para tomar un poco aire fresco. Me encontraba casi intoxicado con el aire viciado y pesado de mi habitación. Antes de salir me acordé que tenía que pasar por la biblioteca para devolver unos libros y cuando abrí mi armario para buscar algo en donde meterlos ncontré una mochila que de pronto no reconocí. ¡Claro! Era la mochila en la que Alex me había dejado su ordenador.

De inmediato me puse a registrarla, quizás allí encontraría una nueva pista. Y así fue. En el bolsillo más recóndito había un papelillo arrugado y sucio que parecía estar olvidado desde hace siglos. En el, reconocí la caligrafía de Alex: calistas2354@gmail.com.

Finalmente algo nuevo, me olvidé por completo del aire fresco y de los libros y me puse a escribir un correo a Calista, no importa quién fuese:

Hola Calista,

Me llamo José, todavía no me conoces.

Soy amigo de Alexander García, creo que tú también lo conoces.

Desgraciadamente, tengo que decirte que Alex ha muerto hace unos días, su cuerpo fue encontrado en la universidad y aún no se sabe la causa de su muerte.

Entro en contacto contigo para preguntarte si tienes alguna información que me pueda ayudar a descubrir la verdad sobre su fallecimiento.

Siento por la mala noticia.

Espero tu contacto.

Gracias,

José dos Santos Silva

Calista no tardó en contestarme. Sus palabras no añadieron nada a mi investigación, pero su nombre sí:

Estimado José,

No tengo nada que decirte sobre el tema.

Por favor, no vuelva a contactarme.

Calista Sylvine

De inmediato volví a intentar a abrir el archivo con su nombre, usando como clave Sylvine. Y por fin, ¡un éxito! El archivo se abrió. Allí estaba la clave de acceso para su correo electrónico y su cuenta bancaria por Internet. Por supuesto, mi intención no era robar a mi amigo muerto, sino investigar sus movimientos financieros en busca de algo sospechoso. Pero como ya me imaginaba, Alex no tenía ni un duro, no pude entender tampoco cómo pagaba sus gastos últimamente.

Ahora me quedaba el correo electrónico y empecé mirando los mensajes más recientes. Me di cuenta que de hecho Alex hacía la mayoría de sus contactos por Facebook, MSN o Skype, así que no había registro de muchas conversaciones en sus emails. Sin embargo, de los pocos mensajes que había cambiado, casi todos eran de las mismas personas: Jeanne Roland, Irene Vázquez, Calista Sylvine y María García Barceló.

De Calista ya sabía que no sacaría nada. Tampoco volví a intentar contactarla.

María era la madre de Alex, habían varios mensajes suyos contando novedades de la vida en Puerto Rico y pidiendo que él le enviara noticias. En los mensajes más recientes noté un tono de súplica en frases como esta:

Hijo mío, estoy muy preocupada contigo, hace mucho no sé nada de ti. Por favor, escríbeme por lo menos para que yo sepa que estás vivo.

Lo más curioso es que no encontré ninguna respuesta de Alex a su madre. Él me había contado que antes de venir a España se había peleado con la familia, pero no imaginé que hubiera un corte tan grave en la relación para que tampoco contestara los correos de su desesperada madre. Que desilusión debe de haber sufrido esa pobre mujer al enterarse del desafortunado destino de su criatura.

Decidí escribirle un correo sin decirle mucho, ya que no podría explicarle cómo había conseguido su dirección -todavía era fiel al pedido de mi amigo de no revelar a nadie que tenía su ordenador-. A ver que me contestaba.

Hola Señora García,

Me llamo José, era amigo de Alex. Nos conocimos en Madrid. Yo le quería mucho.

Siento mucho tu pérdida.

Estoy bastante sorprendido con lo que pasó y me gustaría hablar con usted para intentar entender qué le sucedió.

Le agradezco si entra en contacto conmigo.

Un saludo,

José dos Santos Silva

La respuesta vino al día siguiente, no tan árida como la de Calista, pero igualmente sin ninguna información aclaradora:

Estimado José,

Le agradezco su interés y estima por mi hijo, pero no quiero hablar del tema.

Lo siento,

María García Barceló

Otra puerta cerrada, pero no me dí por vencido, partí en busca de los demás contactos. Descubrí que Irene era su profesora en la universidad por la firma de su correo electrónico. En los mensajes que Alex cambiaba con ella solo había marcaciones de citas. Me sorprendió que fuera tantas veces y con tanta frecuencia a su despacho, pero no me pareció nada sospechoso. Eran tutorías, como los mismos correos confirmaban. Un camino menos a recurrir.

También por la firma del correo, descubrí que Jeanne era su psiquiatra. Fue entonces que encontré algo de verdad sospechoso. Para empezar, me pareció muy curioso que un tío “duro” como Alex pudiera permitirse consultarse con una psiquiatra una vez a la semana -la periodicidad descubrí por las fechas de los correos-. Sus padres estaban forrados, eso era verdad, pero si tampoco contestaba los correos de la madre, dudo que le enviaran dinero. Cuando empecé a leer los mensajes, todo se puso aún más nuboso, a cada semana Alex le escribía un mensaje:

Hola Doctora Jeanne,

Pienso mucho en todo lo que usted me ha dicho en la última sesión y necesito hablarle urgente.

Por favor, póngase en contacto conmigo.

Un saludo,

Alexander

Y todas las semanas la doctora contestaba lo mismo, creo que incluso simplemente reenviaba el mismo mensaje de la semana anterior:

Hola Alexander,

Como le he dicho en nuestra última sesión, volveremos a hablar en la próxima.

Le espero el jueves.

Cordial salud,

Doctora Jeanne Roland

Psiquiatra

Pero, a la semana siguiente, mi amigo insistía:

Hola Doctora Jeanne,

Me estoy dando cuenta de muchas cosas.

Necesito hablarle.

Por favor, ábrame una excepción.

Espero su contacto.

Un saludo,

Alexander

La doctora permanecía implacable, le enviaba la misma respuesta. Y a cada semana, Alex volvía a insistir:

Hola Doctora Jeanne,

Empiezo a enterarme de que usted tiene razón.

Por favor, déjeme verla antes del jueves.

Se lo suplico!

Alexander

Y incansablemente continuaba Alex:

Doctora Jeanne,

Usted tiene razón, tengo que tomar una actitud.

Hable conmigo, por favor!

Alexander

Por fin, el último mensaje de mi desesperado amigo, el día mismo de muerte, seguido de la misma respuesta despiadada de la psiquiatra:

Doctora Jeanne,

No puedo más.

Alexander

En este punto yo estaba chocado. Por un lado, yo comprendía la actitud de la psiquiatra, no entiendo mucho de terapias, pero me imagino que no sea algo que se haga online. Lo que me sorprendió más fue la insistencia de Alex. ¿Por qué insistía en escribir esos correos si ya sabía que no obtendría ninguna respuesta, a no ser en las sesiones en el consultorio? ¿Estaría obsesionado con alguna idea? ¿O quería dejar registrados sus intentos de contacto con la doctora por alguna razón?

Decidí intentar con la psiquiatra lo mismo que había intentado con los contactos anteriores, le envié un mensaje:

Estimada Doctora Jeanne,

Me llamo José, todavía no me conoces.

Soy amigo de Alexander García.

Me imagino que usted ya se haya enterado de lo que le sucedió a mi amigo.

Entro en contacto con usted para preguntarle si tienes alguna información que me pueda ayudar a descubrir la verdad sobre su muerte.

Espero su contacto.

Gracias.

Un saludo,

José dos Santos Silva

El tono severo con el que me contestó ya me era familiar y de hecho, era lo que esperaba:

Estimado José,

No discuto cuestiones de mis pacientes con nadie además de ellos mismos.

Cordial saludo,

Doctora Jeanne Roland

Psiquiatra

En este momento me sentí totalmente desesperanzado. Había agotado todas mis fuentes de investigación. Creía que tenía toda la verdad codificada dentro del ordenador y terminé solo, defraudado y sobretodo humillado por mi fracaso. Además, estaba destrozado después de tantos días de trabajo y esfuerzos inútiles. Por fin, decidí salir un poco. Hacía días que estaba encerrado, comiendo nada más que pizzas y enlatados. Quería comer algo distinto, ver gente, estirar las piernas. Me dirigí a la cafetería de la esquina deseando un suculento entrecot de ternera.

Cuando entré en el café me di cuenta de que eran las siete de la mañana, así que no me quedaba más opción que unas tostadas y un café con leche. Empecé a leer el periódico que estaba en la barra y me encontré con la portada: Hallado muerto un joven en la Universidad Complutense de Madrid. La conclusión del periodista sobre el caso me pareció absurda, pero me dio una pista, el periódico: El observador imparcial. De pronto el nombre me trajo a la memoria el reportaje que había encontrado en el ordenador de Alex, en la misma carpeta donde estaba el archivo con las claves.

Tomé mi tiempo, volví a casa y me puse a descansar un par de horas antes de ir a por el artículo del periódico. Ya no creía en mi capacidad de sospechar. Las pistas que encontré me llevaron a ningún sitio, me daba casi por vencido. Pero no antes de ir hasta al fin de la línea.

Me desperté aturdido, sin saber cuantas horas había dormido. Había soñado con Alex, un sueño rápido como un flash. Estaba yo delante del ordenador cuando me saltó su rostro con una expresión de desespero. Parecía suplicar ayuda, como si estuviese preso dentro del ordenador. Me quedé paralizado por el miedo mientras la imagen de mi amigo se esfumaba delante de mis ojos. El recuerdo de Alex despareciendo como polvo me dio fuerzas para reempezar con la última pista que tenía.

El artículo era de hecho un largo reportaje investigativo que relataba la muerte de dos estudiantes alrededor de los 23 años de edad en Madrid. El periódico era reciente, de tres meses antes, pero los hechos habían pasado hace tres años. El texto contaba que los dos cuerpos fueron encontrados en una fría mañana de invierno, pero cada uno en un sitio distinto. Las coincidencias entre ellos eran espantosas: las dos muertes podrían haber sido por suicidio o asesinato, las condiciones en que fueran encontrados no permitían una conclusión definitiva. Los chicos eran amigos y sus parientes y amigos relataron que poco antes de la muerte estaban muy raros, callados, distantes, no salían mucho y cuando salían iban siempre juntos. Uno de ellos, el día anterior de la muerte, había enviado un mensaje al móvil de su madre con la frase “No puedo más”. Y eso era lo único que no tenían en común puesto que no se sabía si Luis -el otro chico- también había enviado algún mensaje parecido. No se pudo descubrir a que se refería. La policía archivó el caso por falta de pruebas. Pero sus familias siguieron luchando por justicia todos esos años y por fin lograran publicar el reportaje con el objetivo presionar la policía para reabrir el caso. Casi al final del reportaje, me sorprendió el siguiente párrafo:

El observador imparcial intentó hablar con la doctora Jeanne Roland que era psiquiatra de Luis a la época de las muertes, pero ella se negó a dar entrevista alegando que las cuestiones de sus pacientes no discute con nadie además de ellos mismos.

Estaba estupefacto con las casualidades que unían la muerte de Alex con las de esos dos chicos. De pronto, tuve una idea. En el reportaje figuraba el nombre de la hermana de Luis, Cristina Puertoluna, entonces decidí buscarla en las redes sociales y por fin la encontré en el Facebook. Le escribí lo siguiente:

Hola Cristina,

Me llamo José, todavía no me conoces.

He leído el reportaje sobre la muerte de tu hermano.

Siento mucho por tu pérdida.

Te escribo porque un amigo mío ha muerto hace poco y he encontrado algunas macabras casualidades entre su muerte y la muerte de Luis.

Me gustaría hablar contigo porque necesito descubrir qué le pasó a Alex y ya no tengo nadie con quien hablar.

Te pido, por favor, que haga contacto conmigo.

Muchas gracias,

José dos Santos Silva

Al mismo día recibí la respuesta. Finalmente, alguien se disponía a hablar conmigo y además personalmente. Cristina me contestó que me esperaría en el Café Comercial esta misma tarde.

Llegué a la cita cinco minutos antes y puntualmente a la hora marcada, divisé el rostro triste de Cristina que no tuve dificultades para reconocer porque había visto sus fotos en el Facebook. Ella se acercó a la mesa con un aire seguro, me saludó, se sentó y me dijo que iba a hablar rápido porque no tenía mucho tiempo ni fuerzas ya para hablar del tema. Su relato me dejó perplejo.

Voy a resumir aquí sus palabras. Me contó que su hermano era un chico muy sociable, muy alegre y que tenía muchos amigos. Salía siempre de marcha, hacía muchas fiestas y estaba todo el rato acompañado de su amigo Javi -el chico que ha muerto el mismo día que Luis-. En este ambiente terminaron por involucrarse con drogas. Al principio estaban con los porros, algo que nadie consideró grave, pero algún tiempo después empezaron a tomar sustancias más fuertes. A partir de entonces, comenzaron a complicarse en los estudios, a perder peso, a alejarse de los demás amigos. Luis y Javi se hicieron inseparables. Seis meses antes del fallecimiento, los padres de Luis decidieron que debería tratarse con una psiquiatra -que no hace falta nombrar- en un intento desesperado de recuperar su hijo que estaban perdiendo para las drogas. Pero la acción tuvo el efecto contrario. Cuando empezó a frecuentar semanalmente el consultorio de la doctora Jeanne, Luis se fue poniendo cada día más raro. Estaba obsesionado con algo, a veces creía que alguien le perseguía y las únicas personas con quien hablaba eran Javi y la doctora. Cristina, preocupada por su hermano, intentaba escuchar detrás de la puesta las conversaciones de los chicos. Lo poco que pudo oír fue:

- Javi, ella tiene razón, me estoy dando cuenta. Ella tiene razón. Tienes que creerme. Tenemos que hacer algo, Javi. No puedo más. ¿Vienes conmigo?

- Sí, estoy contigo.

Ella creía que su hermano había sido manipulado por la psiquiatra que lo había inducido al suicidio y él, por su vez, había inducido a Javi. No dudaba de esta conclusión y por mucho que quisiera, no tenía valor de decírselo a sus padres. Prefería dejarles creer que su hijo había sido asesinado.

Cristina terminó su relato, me miró a los ojos y me dijo:

- Eso es todo. Lo siento, pero no puedo escuchar la historia de su amigo.

Se levantó y se fue, nunca más volví a verla. Pero, no hacía falta. Ella me había dado la clave para solucionar el misterio de la muerte de Alex. La psiquiatra, esta persona fría e implacable, a quien mi amigo había suplicado ayuda era la culpable. Mientras él se aferraba a ella, creyendo que era la única persona de quien se podía fiar, ella le engañaba, le manipulaba, le volvía obsesionado con una idea que hasta hoy no logro descifrar. Lo llevó a la desesperación, al punto de quitarse su propia vida. Mi pobre amigo, confundido, traicionado, abandonado. Muerto.

Después de mi descubrimiento, decidí callarme. No tenía pruebas suficientes de mi teoría y tampoco quería dar a los padres de Alex un sufrimiento más: el de saber que su hijo había sido inducido a abandonar la vida.

Yo seguí con mi vida, solo y aburrido, que más podría hacer. Pero de algo estoy muy seguro: nunca más me fío de los psiquiatras.

2 comentarios:

  1. hola saludos desde el otro lado de la moneda

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  2. Hola, Ludmila. Espero que estés disfrutando mucho en Londres!
    Me parece bien el relato. Voy a leer ahora el de la psiquiatra, y entonces considero si darle importancia en mi relato sin desviarme mucho de la historia que ya había pensado.
    Un detallito: la madre de Alex se llama Alejandra Barceló Mojica.

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