domingo, 28 de noviembre de 2010

Dr. Corbacho. Catedrático de Lengua y Literatura Ibérica Preclásica

Hola a todos. Mi nombre es Epidio Corbacho Rey y, por si esta no fuera desgracia suficiente, una nueva calamidad se cierne sobre mí: me estoy haciendo viejo. Quizá no lo creáis -vosotros, que empezáis a ver la vida- pero es un tema muy serio, terriblemente serio. Más aún cuando llegas a casa cada noche y no encuentras a nadie que escuche tus penas y las mitigue con una sopa caliente.

Sin embargo, no debéis creerme uno de esos ancianos amargados que malgastan su tiempo lanzando su frustración y rencor contra el mundo. La vejez acecha, sí, pero aun tengo fuerzas para ocuparme de una cuestión más importante que algunas canas entre las púas. Una cuestión que requiere toda mi capacidad intelectual. Veréis: después de casi cuatro lustros dedicado a la investigación de los restos arqueológicos y lingüísticos en el valle del río Esla (no exclusivamente) -disciplina apasionante que exige años y años de profundo estudio y amplísimos conocimientos-, estos últimos meses sentía muy cerca el final, la posibilidad de probar científicamente una hipótesis revolucionaria que agrupa el nacimiento del vasco, el indoeuropeo y las lenguas amerindias en torno una zona de apenas treinta kilómetros cuadrados entre Asturias, León y Galicia, junto a los famosos lugares de Busdungo y Camplongo. Pero hay algo que no termina de encajar, y mi tiempo se agota. Cada vez estoy más cansado.

Supongo que, como toda persona culta, se darán cuenta ustedes de la importancia de semejante hallazgo y de la necesidad de ocupar las veinticuatro horas del día a reflexionar y releer los estudios fundamentales acerca de la materia. Por este motivo, generalmente he rechazado el contacto directo y amistoso con los alumnos a los que imparto las lecciones, un contacto que, por otra parte, están muy lejos de merecer esos vagos carentes de inquietudes. Cada año es peor. En mis sesenta y siete años, dos tercios de ellos delante de mentes poco más que infantiles, nunca había visto un escándalo mayor que el de las últimas hornadas de estudiantes. Ya no soporto sus risas en clase, sus conversaciones, el constante pitido de sus teléfonos móviles, toda esa vitalidad obscena que me restriegan por la cara.

Y si digo esto de mis alumnos, mejor no hablar de mis colegas,. La situación clama al cielo. En las pocas ocasiones en que me he visto obligado a irrumpir en alguna clase, compruebo atónito que no sabría diferenciar “eso”, de una reunión de amigotes en un bar de pueblo. Por eso me mantengo discretamente al margen, realizando mi labor desde el despacho, protegido por las estanterías llenas de libros como un castillo inexpugnable, donde la vulgaridad y frivolidad que campan por doquier no pueden alcanzarme. Cuando yo era joven las cosas eran muy diferentes. El respeto a las ideas, el culto a la sabiduría, la responsabilidad... todo eso se ha perdido y, a cambio, tenemos un páramo cultural dominado por los programas del corazón y el fútbol, ese maldito fútbol. Si ni siquiera hay ya jugadores como los de antes.

Diatribas aparte, lo cierto es que la vida nunca deja de sorprenderte y ahora, a mis años, cuando pensaba que ya sabía todo lo que ese mundo fuera de los libros (como si existiera un mundo fuera de los libros, como si ignorásemos que el universo son solo palabras) podía ofrecerme, ese pobre chico muere. Nunca me han atraído las glorias mundanas pero, de repente, la facultad enloquece y una parte de mí quiere responder a la llamada de mi corazón que pide volver a vivir, que desea realizar su destino olvidado de héroe. Y no puedo negarme. Siento que me he ganado escuchar ese impulso que me asalta desde lo más profundo.

Yo, Epidio Corbacho Rey, con la sola ayuda de mis células grises, resolveré el misterio.

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