sábado, 12 de febrero de 2011

Versión final del muerto


Prefacio

Parezco un pollo abierto sobre una tabla para picar carne: helado, sangriento, sin vida. Mis miembros no responden, no son más que fideos de plomo. Hace un momento me sentí acariciado por un remolino que cantaba una dulce melodía. Ahora no escucho sino mi débil y entrecortada respiración. Nada ni nadie me acaricia, sólo siento un frío mortífero. Que alguien traiga una manta. Alguien, por favor. Parpadeo, buscando no sé qué, y es como si mirara a través de un cristal agrietado. No logro identificar nada. A causa del ángulo inamovible de mi cabeza sólo veo cemento en tres planos. Nadie. No sé dónde estoy ni cómo he llegado aquí. ¿Quién soy?


I

– ¿Cómo está mi esposa?

– Está bien, aunque agotada. Ha sido una campeona.

– ¿Y…? –comenzó Edmundo haciendo un ademán con la cabeza hacia el envoltorio que la enfermera llevaba en brazos.

– Es un varoncito muy saludable. Mide 23.5 pulgadas y pesa 9 lb 2 oz.

Edmundo no pudo disimular cómo se le hinchaba el pecho y, tras ignorar el taco que se le formaba en la garganta, salió en busca de los habanos más costosos que pudiera encontrar.

De camino al estanco pensó en nombres para el bebé. Alexander, dijo para sí, porque sin duda haría cosas grandes.


II

Alexander se despertó desorientado, con la sensación de tener una caladora abriéndole la cabeza. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiese dormido todo el día. Se cacheteó para salir del sopor, con lo que reavivó el malestar. Hizo una mueca de dolor, y entonces recordó la pelea de la noche anterior.

Llevaba unas cuantas semanas trabajando de portero en un conocido pub del Centro. Sin embargo, su presencia incitaba pleitos en vez de evitarlos. Últimamente andaba de mal humor, lo que era bastante inusual en él. Habitualmente era la alegría de la fiesta. Se desenvolvía con tal fluidez que parecía que nada ni nadie en el mundo era digno de preocupación. Tenía muchos amigos, aunque él los denominaría conocidos. De estos, alguno que otro le había preguntado por los cambios que notaban en él. Se había rapado la cabeza, los tatuajes, cuyos significados no revelaba, sobrepasaban la media docena, y la pérdida de peso acentuaba unas oscuras ojeras en un rostro que meses atrás había sido considerado atractivo. Pero, como siempre, Alex, con su sonrisa pícara, daba una explicación muy lógica a los cambios o recurría a desviar la atención hacia la otra persona.

La oratoria se le daba muy bien y más cuando acostumbraba enfatizar cada frase con gesticulación. Aunque a la hora de sentarse a escribir no era tan elocuente, situación que le imposibilitaba trabajar en la tesis doctoral. Llevaba dos años en ésta y sólo había producido poco menos de cien páginas. De adolescente fue muy disciplinado. Tal vez demasiado. Ahora le costaba concentrarse. Permanecer ocho horas diarias frente a la computadora era un suplicio para alguien tan activo como él, una pérdida de tiempo. Al ritmo que iba no terminaría la tesis nunca. Pero, por suerte, había encontrado una alternativa. Todo dependía de que le cumpliesen. Hoy se vencía el plazo. Un vistazo a su correo electrónico bastaría para comprobar si el trato estaba cerrado. Pero antes necesitaba ducharse.

Alexander se pasó las manos por la cabeza y sintió la aspereza de una afeitada reciente. ¿Qué demonios? Lo había olvidado.

Se incorporó rápidamente, ignorando el vértigo que lo jalaba de vuelta a la cama. Caminó hasta el baño para lavarse la cara. Abrió el grifo y se encontró en el espejo. Dejó el agua correr. La imagen que vio en el espejo ya la había visto, aunque entonces lo acompañaba la lozanía de la inocencia.

Diez u once años atrás al despertarse encontró a su padre, Edmundo, de pie junto a su cama. Sostenía una tijera. Cuando Alexander se sentó de sopetón mechones color castaño claro cayeron sobre su regazo. Se palpó la cabeza. Aún tenía pelo en algunas áreas, pero no había remedio. Tendría que raparse la cabeza.

— ¿Por qué me hiciste esto?

—Te ves mejor así.

—¿Por qué? —repitió Alexander con la mandíbula apretada.

—Últimamente me estaba costando distinguirte de tu hermana. Ahora, arréglate el pelo como puedas que vamos a salir.

—No voy para ninguna parte —dijo por lo bajo.

— ¿Perdón?

—Enseguida me visto.

—Buen chico. Te espero abajo.

Alexander agarró la máquina de afeitar del botiquín del baño y se rapó la cabeza sin derramar una sola lágrima. Después de lavarse se puso una polo azul marino y sus Levi’s favoritos y bajó los escalones como si caminara hacia su propio entierro. Su padre lo esperaba junto a un Jeep Rojo último modelo.

—Es tuyo. Veamos que tal corre —dijo, ofreciéndole las llaves.

Alexander estaba pasmado. No sabía cómo quería reaccionar, mas sí sabía cómo su padre esperaba que reaccionase. Corrió hasta el Jeep, tomó las llaves y le dio un fuerte abrazo.

El chico condujo un rato. Cuando se cansó le cedió el volante a su padre.

—Nos desviaremos un momento. Te tengo otra sorpresa.

Llegaron a una casa grande en las afueras de la ciudad. Les recibió una señora cuarentona muy guapa. Su nombre era Ada. Alex notó cada una de sus curvas a través del vestido ceñido que llevaba, mientras les conducía a alguna parte.

Caminaron hasta la habitación que quedaba al final del corredor de la segunda planta. De las otras habitaciones provenían murmullos y golpes sordos. Cuando Ada giró el pomo de la puerta Alexander comenzó a temblar. No lo podía evitar.

—Tranquilízate, muchacho, no te va a pasar nada malo. Anda —dijo, haciéndole un gesto a Alexander para que cruzara el umbral—. Ella es Laila y no muerde, a menos que le pidas lo contrario, claro.

El chico se secó el sudor de las manos con el pantalón y entró en la habitación.

–Vamos, hijo, hazme sentir orgulloso —fue lo último que escuchó antes de que cerraran la puerta detrás de él.

De vuelta en su apartamento, Alexander prendió un porro, mientras preparaba el café. Unas cuantas caladas y el burbujeo que producía la cafetera siempre lo ayudaban a relajarse.

Con la taza en mano, caminó hasta el escritorio y encendió la computadora. La foto que apareció de fondo le tomó por sorpresa. Era una foto de Calista y él tomada hace algunos días. La chica debió haberla puesto antes de marcharse. La había conocido por internet. Con ella no recurría a pretensiones ni fachadas, a nada que se calificara titánico. Era simplemente Alex. Charlaban con frecuencia por Skype y esto le había bastado, hasta que, bajo una crisis existencial, le rogó que fuera a verlo. Le dijo que la necesitaba. Y Calista viajó de Martinica a Madrid por un capricho suyo.

La semana que estuvieron juntos la pasaron muy bien, pero había sido únicamente una distracción pasajera. Ahora que tenía la cabeza despejada veía claramente lo egoísta que había sido, lo egoísta que seguía siendo. No la amaba y, aun así, la ilusionaba. Las otras mujeres con que salía sabían en lo que se metían. Edmundo García Lasalle también lo sabía. Después de todo Alex no permitía que su padre se perdiera ni un capítulo de su vida. De vez en cuando le enviaba fotos de mujeres con las que había estado. El chico tenía gustos muy variados. No siempre era una cuestión física. Le fascinaba acostarse con mujeres maduras, especialmente con profesoras, porque no tenía que perder tiempo con falsa galantería para llevarlas a la cama. En cambio, las más jóvenes se apegaban demasiado, y él no sacrificaba su espacio por nadie. Pero con Calista había sido diferente. Le tenía afecto por su inocencia y sinceridad. Tenía que cortarle de raíz.

Así que borró el historial de toda la correspondencia que había mantenido con ella, y la bloqueó en las redes que los vinculaban para que no pudiese localizarlo. Era por el bien de ella. No quería dañarla. Más tarde le escribiría un último mensaje, pero ahora tenía asuntos que lo ocupaban a cabalidad.

Tomó un sorbo de café y devolvió la taza al escritorio. Entonces se dispuso a mirar el correo electrónico. Cuando leyó el mensaje que decidía la realización de su tesis no reaccionó, sino que se levantó con calma y sacó el móvil del pantalón que llevaba la noche anterior e hizo una llamada.

— ¿Dónde está el archivo? Te di hasta hoy. ¿Qué no?

Al recibir otra negativa como respuesta explotó.

— ¡Hijo de puta!

De una patada lanzó la silla contra el escritorio. Algunos papeles cayeron al suelo y el café se derramó sobre la computadora. Alex la secó como pudo con una camiseta y la colocó frente al ventilador. Ahora, encima de todo, también había estropeado la computadora. Su amigo, Zé Silva era muy buen técnico. Tal vez la máquina tenía arreglo. Iría a verlo. De todos modos, tenía que hacer otras visitas.

Alexander se vistió a toda prisa, echó la computadora en la mochila y cogió su casco. Antes de salir tomó una manzana. Acostumbraba merendar mientras el ascensor descendía los ocho pisos.

Cinco minutos después estaba en el aparcamiento frente a su Harley Davidson Sporster 1995 un poco estropeada. Pero a Alex le encantaba porque iba con él.

III

Alexander García Barceló nació el 23 de noviembre de 1983 en San Juan de Puerto Rico en el seno de una familia acomodada. Su madre, Alejandra Barceló Mujica era diseñadora y su padre, Edmundo García Lasalle, contratista, ambos muy solicitados en sus respectivos trabajos.

Como era de esperarse, Alexander y sus hermanas pasaban bastante tiempo con los abuelos paternos, inmigrantes españoles de la década del 50, o con tutores particulares, pero cuando sus padres estaban en casa se concentraban por completo ellos. Edmundo y Alejandra buscaban potenciar cualquier destreza o atributo que notaran en ellos a tal punto que olvidaban que sólo eran niños.

Así fue cómo el chico se convirtió en un deportista ávido desde pequeño. Al principio se debió a instancias de su padre por ser el único varón de la casa, pero más adelante mostró verdadera afición hacia el atletismo, el béisbol y el baloncesto. A los catorce, decidió dedicarse de lleno al último. Después de todo, se trataba del deporte más popular en la Isla.

A lo largo de los años, por su sobresaliente papel en la cancha, se convirtió en un jugador muy seguido por el público. Le apodaron Alex “el titán”. La primera vez que escuchó el sobrenombre le pareció ostentoso, mas rápido de acostumbró. De hecho, sonreía de oreja a oreja, con su sonrisa, cada vez que lo presentaban con dicho nombre.

Para él el baloncesto significaba diversión, hasta que su padre comenzó a exigirle más y más. Cada vez dormía menos. Si se lesionaba Edmundo le acusaba de torpe y distraído. Alexander comenzó a hastiarse. Su vida giraba en torno al baloncesto y la escuela. Envidiaba la libertad de sus amigos, su completa despreocupación. Deseaba usar el transporte público en vez de su Jeep rojo.

En pocos meses, comenzaría los estudios de ingeniería mecánica, y ni siquiera estaba seguro de que tal carrera fuese para él. Pero como “el que no escucha consejo no llega a viejo”, se dejó llevar por su padre e ingresó a la renombrada escuela de ingeniería del Colegio de Mayagüez. Poco a poco se fue alejando del deporte y abrazó la vida universitaria. Viviendo a dos horas de sus padres sentía que el aire era distinto, abundante y liviano. Sus padres no le permitían irse de juerga en San Juan, pero lo que pasaba en Mayagüez en Mayagüez se quedaba. Así que estudiaba lo suficiente para aprobar las clases y el resto del tiempo salía con sus amigos. Ya nunca subía al área metro (San Juan y pueblos limítrofes) los fines de semana, como acostumbra hacer la mayoría de los estudiantes.

Alejandra y Edmundo pensaban que el distanciamiento se debía a la carga de los estudios. Así que una noche decidieron hacerle una visita sorpresa a su niño adorado. Cuando llegaron al lujoso apartamento que ellos pagaban, encontraron a su hijo semidesnudo sentado en el sofá de la sala. Había alguien más. Una nube de humo les rodeaba. Alexander inhalaba por una manga que daba a un cilindro de cristal. Había ropa, basura y botellas vacías por todas partes. La otra persona era una chica que estaba de rodillas frente a Alexander. Alejandra estaba como en trance, inmóvil con una mano sobre la boca y los ojos abiertos de par en par. Edmundo caminó con pasos amplios hasta ellos y apartó a la muchacha de un empujón. Seguido agarró a su hijo por el cuello. Ambos eran altos y fornidos. Uno la réplica joven del otro. Casi se tocaron con la misma nariz cuyo puente estaba levemente desviado. Edmundo miró dentro de los ojos verdes que ya no eran suyos. Estaban vacíos. Se sintió asqueado por el mal olor que emanaba de su hijo. Alexander abrió los brazos en ofrenda y le brindó una sonrisa socarrona.

— Esto es lo que querías, ¿no? Pues coge ahora. Ya sabes que no soy maricón. ¡¿Estás contento?!

Del coraje, Edmundo lo tiró al suelo de un puñetazo.

—Desde hoy mi hijo ha muerto —dijo, y se marchó con la mirada vidriosa que nadie notó, llevando a Alejandra prácticamente a rastras consigo.

Después de esa noche Alexander no volvió a ver a su padre, pero su madre lo visitaba una vez al mes y le depositaba dinero en su cuenta, sin que su esposo se enterase. Tal vez Edmundo lo sabía, pero nunca lo dio a entender. Sabía que en gran parte tenía culpa.

A los pocos meses de graduarse, Alex se marchó a España.

IV

Gracias a que manejaba una motocicleta pudo esquivar el tráfico y llegar a casa de Zé Silva en menos de quince minutos. Alexander solía ser inquieto, pero ese día estaba eléctrico. Le faltaba poco para salirse de su propio pellejo. Necesitaba el medicamento. Sólo permaneció allí lo necesario para pedirle al chaval que arreglara su computadora y que fuese discreto al respecto.

—Haz lo que puedas. No guardo muchas esperanzas. Creo que se ha jodido. De todas formas, no le comentes a nadie, ¿vale?

—Como quieras —dijo Zé, restándole importancia al asunto. Sabía lo privado que era Alex para sus cosas, aunque muchos opinaran lo contrario—. ¿Hacemos algo esta noche, tío?

—Hoy no puedo. Tengo cosas por solucionar. Tal vez mañana.

— ¡Llámame si cambias de parecer! —dijo Zé, pero Alex ya iba escaleras abajo.

V

Estaba frente al aula 206 del edificio D, flirteando con Irene Vázquez Redón, profesora de la Facultad de Filología. Tuve algo con ella, aunque nada serio: mucho whiskey y algunos polvos. Era guapa, pero tampoco era como para perder la cabeza. La que últimamente me estaba trastornando era otra: la Dra. Jeanne Roland. Levaba algunos meses visitando su consultorio, lo que era extenuante. Al principio, fui por insistencias de mi madre. Me aseguró que estaría más tranquila si hablaba con su amiga, y yo, con tal complacerla, fui. Eran amigas de la universidad o conocidas a través de otra amiga. Qué sé yo. De haber sabido que era psiquiatra y encima que necesitaba ayuda psiquiátrica ella misma no hubiese ido. Pero una vez probé la droga tuve que seguir viéndola.

Jeanne Roland me había recetado un medicamento que, según ella, me ayudaría mucho con los cambios de humor. Me dijo que era bastante improbable que desarrollara una adicción y que, entre los efectos secundarios, el mayor podría ser sueño. Así que, aun sabiendo que no me pasaba nada, un día, después de hablar con mi padre por teléfono, cosa que ocurría si acaso una vez al año, comencé a tomarlas. Una cosa era mortificarlo con e-mails y otra muy distinta era que me replicara con esa voz suya que le pone los pelos de punta a cualquiera. Tenía la facilidad de reducirme a nada. Cuando hablaba con él volvía ser un crío.

Luego continué tomándome el medicamento a diario hasta que terminé la receta. Me producía paz, una que nunca antes había sentido. No me quedó de otra que volver donde la excéntrica doctora. Lo más triste es que iba fingiendo tener visiones, oír voces y sufrir otros disparates con los que la doctora quedaba fascinada. De esta manera, continuaba dándome la prescripción.

Pero durante el último mes comencé a desarrollar los síntomas antes fingidos, y me había vuelto adicto a sus malditas pastillas. Entonces cuando realmente las necesité, la muy cabrona no me las quiso dar más.

Irene dijo algo, pero un movimiento a lo lejos me distrajo.

V

Alguien lo observa desde el umbral que daba a los ascensores mientras conversaba con Irene Vázquez. Al intruso percatarse de que Alexander le devolvía la mirada, desapareció.

Sin pensarlo dos veces, Alex le pidió disculpas a la profesora y salió disparado hacia las escaleras. Le alcanzó justo cuando cerraba la puerta de su despacho como un cobarde. Levaba semanas evitándolo, asegurándole que cumpliría lo acordado, pero ahí estaban esas miradas furtivas que tanto desquiciaban a Alexander.

— ¿Qué coño crees que haces? —dijo Alex, cerrando la puerta del despacho detrás de sí—. ¿Cómo que no me entregarás la tesis?

El Dr. Epidio Corbacho Rey se acomodó los lentes sobre el puente de la nariz y respiró hondo.

—Levo años escribiendo ese libro para que ahora venga un mocoso y me lo robe.

—Sólo hago lo mismo que tú cuando eras tan mocoso como yo. Algún día me tocará pagar el precio. Hoy te toca a ti.

—Yo no perjudiqué a nadie en el proceso.

—A nadie vivo, pero seguro que el autor está retorciéndose en su tumba.

—Eres joven aún. No cometas los mismos errores que yo.

—No me vengas con ese cuento de buen samaritano. Si hoy volviera a presentarse la oportunidad no dudarías un segundo en hacer lo mismo. Eres un hipócrita. Te llenas la boca hablando de la importancia de preservar el patrimonio arqueológico y a la menor oportunidad, ¡zás! Te robas una obra antigua y te la atribuyes. Somos tal para cual.

—Te lo repito: no voy a entregarte el trabajo de toda una vida. Haz lo que quieras. De todas formas, nadie te creerá.

Alexander extrajo sus llaves y el teléfono móvil del bolsillo y lo colocó sobre el escritorio de Corbacho. Buscaba sus cigarros. Necesitaba uno para mantener la compostura. Estaban en el otro bolsillo. Con aire distraído tomó uno, se sentó sobre el alféizar de la ventana y dio una calada.

—Te equivocas. Conozco a alguien que te vio coger el manuscrito. Estaba entre los excavadores de las ruinas. Lo trataste como a un pueblerino ignorante, analfabeto incluso, cuando era un estudiante igual que tú. Está dispuesto a testificar el robo con el fin de que se le reconozca por el hallazgo, porque, de hecho, estuvo allí antes que su majestad.

—Hijo de puta —comenzó Corbacho Rey, poniéndose de pie—. Como te atrevas a…

—No estás en posición de amenazar a nadie. Eres un mediocre cuya supremacía infundada no es más que una fachada para tapar lo que verdaderamente eres. No te extrañes. Sé lo que te gusta. He visto cómo miras a los jóvenes hermosos. Vamos, Sócrates, filosofemos un rato y con eso cerramos el trato. ¿Qué dices? —concluyó con un guiño.

Presa de la rabia, Corbacho empujó a Alexander justo lo necesario para hacerle perder el balance.

—Lo siento, Adonis, pero esta es la única forma.

Alexander cayó al vacío. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar en la caída. Cientos de imágenes lo atacaron como punzadas atravesándole las sienes. Lo que sea que haya visto, le provocó un llanto histérico cuya fuerza su cuerpo destrozado no toleró. El aire comenzó a faltarle y los ojos a salirse de sus órbitas. Tosió sin la satisfacción instantánea de la tos. Su cuerpo comenzó a convulsionar.

— ¡Espera! ¡Aún no! —gritó sin voz cuando la garganta se le inundó de un sabor metálico.

En lo alto del edificio D, el Dr. Corbacho Rey limpiaba las desagradables manchas de dedos que algún cochino había dejado en la ventana.


Notas

*El móvil está desaparecido. Antes de subir a la ventana, Alexander lo había colocado sobre el escritorio de Corbacho junto a la caja de cigarros. Irene podría ser la que encuentra el móvil dentro de un cajón en el despacho del profesor, lo que la convertiría en el nuevo blanco.

*El número romano representa el orden de lectura que sugiero, aunque se puede jugar con esto. Tal vez esto pueda servir de guía para ordenar todos los textos.

*Dividí el escrito en fragmentos y usé varias voces narrativas y dos tiempos con el propósito de distribuir los fragmentos entre las narraciones de los demás. Considero que de esta forma se intensifica el suspenso y, a la vez, se le da coherencia a la novela, si ésta llegara a ser.