jueves, 27 de enero de 2011

Desapercibidos

Desapercibidos


B empezaba a respirar un cierto cambio en el aire y no solamente era que se atreviera a bajar las escaleras en topless, despistadamente había robado una moleskine para zurdos en la biblioteca de la facultad, mientras B consultaba un libro. En la altura de las pantorrillas podía sentir sus bordes; ya dibujaría en los márgenes perfiles huidizos para después darle un movimiento de abanico y ver toda la animación completa de forzudos vestidos de ballet. A mitad de la escalera V esbozó una sonrisa al observar cómo los peces amarillos, bajo distintos grados focales, proyectaban los erguidos pezones de B, al tiempo que él escuchaba Autumn Leaves interpretada por Eric Clapton. The falling leaves/ Drift by the window/ The autumn leaves/Of red and gold/ I see your lips/The summer kisses/The sunburned hands/I used to hold/ Since you went away/ The days grow long/ And soon I'll hear/ Old winter's song/ But I miss you most of all/ My darling/ When autumn leaves/ Start to fall.

V dio unos cuantos pasos y B recordó las clases de baile de salón en las que V había practicado con su madre el vals que bailaría en la graduación de bachillerato de su hermana. La verdad fue que se dio cuenta de que la mayoría de la gente se mueve como un gato, con un ritmo interno que no traza días en el calendario. El sol de invierno olía a hierba seca y a castañas; pero incluso la propia sombra le enfriaba, sólo había un brillo anudado en la esquina de sus hoyuelos que planeaba rehiletes en el propio silencio. B observó la caratula de su reloj, eran justo las tres y media, hacía un frío que pelaba y rápidamente se ajustó aún más la peluca de mechas azules y negras que había comprado cerca del Museo del jamón . B escupió la goma de mascar sin que V la observara, pues bien sabía que aquel gesto le disgustaba porque le hacía recordar a una tía enrebozada que le cepillaba los cabellos con jugo de limón. Para B cursar el grado de maestría en realidad le fastidiaba, la vida debería ser más un paseo en bicicleta sobre una muda mancha azul, algo más que un atrapa moscas que se balancea a mitad de la pista de baile. Pero aquello era invierno y para B no había podido haber sido otra historia, otra balada que escuchar en circulares de avión. Tal vez si hubiera revisado lo falso que resultan los caminos de cebra todo hubiera sido demasiado afín al silencio de sus ojos. Sin embargo tenía corta vista para limpiarse las legañas de la hora tardía.

Cuando B y V llegaron a la escuela, el barullo era un crucigrama. L sintió el vuelo de una libélula revoloteando dentro de sus Everlast 1910. La misma marca que Cassius Clay, apodado mucho tiempo después “El más grande”, usaba en los rings de boxeo con su clásico estilo Flota como una mariposa, pica como una abeja.

B dio una ojeada al perímetro. El edificio al que se dirigían le produjo un ataque de hipo. Cuando llegaron no había nada que hacer. V respiró el aire como una bocanada plagada de graznidos de letras. Confusamente se filtraron motivos y porqués. Las voces se esparcían como neumáticos en una autopista. B se quitó la peluca frente a la conserjería vacía y vio que sus ojos en el cristal eran negros, sus cejas desiguales y en el rabillo del ojo rascó su cicatriz de varicela que hacía un año dos meses se negaba a desaparecer. Llevaba el pelo corto, un centímetro bajo la oreja con algunas luces rubias aquí y allá. Cerró el puño y golpeó la ventanilla.

  • Hola, hola.

Nadie se asomó. V que era más observador le detuvo la mano.

  • Deja ahí, qué no ves.

V le señaló un cartel. B por simple curiosidad se acercó a leer en voz alta señalando con el dedo cada palabra. La suerte le sonrió, aquel día se suspendían las clases, así tendrían tiempo de dar un paseo por el museo del Prado; pero por qué razón un murmullo seguía girando a su alrededor.

  • Pero qué chisme se traen.

  • Algo gordo ha pasado, ve cómo caminan,

  • Pues como pingüinos, sólo que más deprisa.

  • Si serás boba.

  • Pues yo esto no lo entiendo.

  • Demos una vuelta para preguntar.

  • La mochila me pesa tanto que me hace joroba.

  • Anda ya.

B y V caminaron sin estrecharse las manos.

  • ¿Quieres un bocadillo?

  • Mejor una bebida para asentar el estómago. Estoy muerto de hambre.

B hizo un ligero gesto de dolor.

  • Me siento agotada, un cólico me dobla el ombligo.

  • Tómate las pastas.

B y V se toparon en sentido contrario con una chica regordeta de acento francés que bajaba corriendo las escaleras del segundo piso.

  • No vayan por ahí.

Eso fue todo y se esfumó. A B se le escapó una risa, no tanto por su palidez, sino por el énfasis de la advertencia

  • Y a esa qué avispa le ha picado.

  • Júzgala.

B sintió como una cosquilla amarga se extendía del frío de sus pies a efecto dominó por todo su cuerpo, hasta amasarle el sentimiento en repliegues de hielo. V descorchó su cerveza y recordó la primera vez que había besado a B. Su lengua huía como un pajarito asustado bajo un farol de luz mortecina, y ya era tarde cuando sus manos tropezaron con sus senos y en un mordisquito cortado le dijo:

  • No me gusta que me toquen el pecho izquierdo del corazón. Trae mala suerte.

B se relamió los labios secos y del bolsillo de su abrigo sacó un par de Sincol.

  • Dame un trago, que se me hace un nudo.

V le pasó la lata de cerveza. Frente a ellos el absurdo ir y venir de la cuenta de los pasos sucedía conforme caminaban.

  • Qué horror.

  • Haz visto la cara de la profesora.

  • Es una monada, tiene un aire de Penélope Cruz.

El lugar estaba atestado de personas. Dos chicos ingleses llegaron corriendo y diciendo algo confusamente en inglés, algo así como que alguien se había disfrazado de pollo.

  • Lo has visto.

B sudaba y miraba absorta como una niña. No sabía qué hacer o decir. V también miraba, luego la observaba directamente a ella con sus evasivos ojos oscuros. En punta de pies alzó la cabeza como sorprendida, ruborizada brevemente, pues no cambió la expresión de su mirada. El frío le pellizco las piernas. Siguieron mirándose mientras los ingleses parloteaban.

  • Qué puede haber pasado.

  • ¿Alguien lo conocía?

Ella no se movió para apartar la vista sino que parecía descansar en los ojos de él con cierta curiosidad. Como siempre la mirada de él vacilaba. Todo parecía un ruido sordo.

  • Qué patético.

  • Vámonos de este lugar.

  • No es nada.

Una italiana que había viajado con ellos en metro se daba palmadas en la frente. B dio un nuevo trago a la bebida de V.

  • Por qué se empeñaría alguien en hacer algo así.

  • Qué tristeza.

  • Una calamidad.

  • Pero sí a mí me da igual. Yo ni siquiera lo conocía.

  • Si será mentira. Te desconozco cuando hablas de manera tan indolente.

  • No seas ridícula.

La chica enmudeció mordiéndose los labios. Para B todo aquello le parecía un gallinero.

  • Cocorico.

  • Kikeriki.

  • Kúkuriguu.

  • Kokekkoo.

  • Cock a doodle doo.

  • Quiquiriquí.


La verdad es que no entendía ni cló. La escena se fragmentaba entre siseos disonantes y en su pensamiento una extraña coincidencia, algo insensata, le hizo recordar a Olesya, una vecina que a cualquier hora del día se presentaba con un moretón reventado por qué el muy cretino de su esposo le ponía cada paliza por usar faldas tan cortas; y es que nadie se entera de nada hasta que algo huele mal. B se encogió de hombros mirando con disimulo sus tetas al aire, pues rara vez entendía de lloriqueos extranjeros. Olesya, un día estrenaba zapatos, otro un bolso nuevo, y nunca se sabía cuando iría al súper vestida de coctel. En aquel tiempo a B le daban ganas de que a cambio de una bicicleta le dieran un par de cachetadas, o ya si tenía suerte que le rompieran la pierna. Cómo se le ocurrían ese tipo de cosas. Pero lo que sucedía era que B no entendía o entendía al margen de la línea mental.

  • Claro, son las rachas, hay rachas mejores y otras peores, lo malo es cuando destaca el olor.

  • Pero de qué hablas.

  • Del sexto sentido.

  • Quítate los pájaros de la cabeza.

B y V caminaron con distracción observando las paredes de los corredores con los muros plagados de anuncios, acrósticos y epitafios dedicados a un tal Alexander García, y uno que otro pin-up de la década de los cincuenta que les saludaba con una sonrisa muy sugerente. No había atajos. V en sus manos sentía las sílabas de su latido. Llegaron a la cafetería, el ambiente estaba que hervía de marabunta. V advirtió las mismas expresiones de los rostros, casi como si estuviesen calcadas de un comic de Quentin Beck. B se comió las uñas. Todo era tan confuso y absurdo.

  • Está loca.

Dijo un anciano con una carpeta bajo el brazo que se movilizaba entre la gente en dirección a una mesa de manteles que decía claramente reservado. B aturdida pensó que en aquel lugar había que hacer reservaciones previas para sentarse a comer un bocadillo.

  • Qué disparate.

  • Donde quiera hay escándalo.

  • Qué raro.

  • Ven, dame un abrazo.

  • Mmmmm es verdad estás engordando. No estarás…

V sonrió por su torpe broma.

  • Son las pulgas. Pídeme una Heineken.

B sintió deseos de ser otras B en la misma B. Sin exageración aquel ambiente le hacía sentir pesadumbre. Estornudó y dos hilos se le escurrieron por la nariz. Agachó la cabeza y con el puño izquierdo del abrigo de segunda mano se limpió. Una desconocida vestida de azul le dio una palmadita en el hombro. Otra, una chica japonesa que caminaba en sentido contrario al de ella le dijo tranquilízate, cariño y sus labios olían a chicle. Fue entonces que casualmente el mundo giró y B se sacudió el mismo lugar por si acaso le habían dejado migajas o un mensajito pegado. Después volvió a mirar la ensombrecida vida que se cernía tras su espalda. El anciano con gafas conversaba en tono bajo y de manera alterada con un chico que por su gesticulación también parecía turbado. La gente pasaba de aquí para allá. Un escalofrío le recorrió la espalda. Los de la mesa de a lado comían filetes y hablaban entre ellos.

  • Haz pensado en donar tus órganos.

  • A mí que me quemen.

  • Pero vivo.

  • Qué insensible eres.

  • Joder.

  • Tú que prefieres, ser comida de gusanos, abono para zacate o croquetas para peces.

  • En su lugar preferiría que me recetaran la eutanasia.

Los cuatro se rieron y sin saber por qué B también sonrió. Todo era posible. V regresó con un par de cañas. B estiró sus piernas para subirlas sobre la silla de enfrente, así V podría sentarse a su lado. Tenía tantas ganas de fumar. Para calmar la ansiedad comenzó a doblar una servilleta para hacer un barco de papel.

  • En qué piensas.

Dijo V poniendo su mano sobre su pierna. Ella no lo sabía. Un trecho de su pasado tras otro, sin orden, abría las líneas de su mente, deshaciendo y rehaciendo su vida desde aquel momento que tomó el avión de México a Barajas. Así que sólo se le ocurrió contestarle que en hacerse monja.

  • Cómo dices sandeces. Mójate los labios. Estás tan pálida que pareces un muerto.

B sintió que la sangre se le iba a los pies. La mano le tembló como si tuviera párkinson. V le hizo cosquillas en las axilas clavándole un par de dedos. B lo abrazó con ganas de vengarse. Pero un nuevo grupo de chicos pasaron musitando.

  • Piénsalo bien.

  • No seas absurda.

  • Nadie se suicida así como así.

  • Esto me pone nerviosa.

  • No puedo ir contigo.

  • Qué harías tú en mi lugar.

  • No ir a sesiones de tesis con esa zorra.

  • La última vez que quedamos no había nadie en su despacho.

  • Te acuerdas que se escondió tras el librero y fingió no vernos.

  • Luego estrelló el cristal con una naranja.

  • El robo del libro no era para tanto.

  • Por lo menos avísame dónde vas a pasar la noche. Lo demás no me interesa.

  • No eres mi madre.

  • Sólo quiero saber.

  • Lo que haga o no en mi tiempo libre da lo mismo.

  • No me estás entendiendo eres libre de hacer lo que te plazca.

  • ¿Nos vemos mañana?

  • Después.

  • Espera no te vayas enojada.

La sujetó del brazo intentando retenerla.

  • Déjalo así.

  • Escúchame bien.

  • Suéltame.

  • Tienes la mente retorcida, igual que Irene.

  • Mejor hazte a la idea de que ya estoy grandecita, y que morirse le puede pasar a cualquiera.

  • Tienes razón, ya eres mayor; pero no te pases de lista.

A la salida de la cafetería se despidieron con un beso ruso y aunque los rumores se empalmaban B no confiaba en las frases sueltas ni en las personas que bebían productos light. Todo aquello pese a que le daba un mal sabor de boca le parecía un chiste negro, uno de esos que hace perder el llanto y el habla.

  • Cosa de un mal rato.

  • Ya se nos pasará.

  • Como si la vida fuera un accidente o un capricho.

  • Qué desdicha.

  • Pura casualidad.

  • No sé de qué me hablas.

  • Cómo iba a saber que quedarían para tomar un café.

  • Sabías que le conocía.

  • Todo fue una coincidencia

  • No te conduele.

  • Quizá por eso no leo los periódicos.

Dos chicas se miraron a los ojos, quisieron sonreír, pero una pequeña soledad se cruzó a mitad de su distancia, cuando observaron que en una de las mesas un par de señoras, con carpetas abrazadas y cada una con sus portafolios, no terminaban de despedirse.

  • Qué es lo que no entiendes.

  • Todo parece una pesadilla suspendida.

  • Por lo visto habrá todo un movimiento.

  • Se trata sólo de suplencias.

  • Tiene lógica.

  • Quisiera ayudarle.

  • Pero si es un vejestorio.

  • El asunto me ha conmovido, siento como si estuviera muy lejos y esto fuera un espejismo.

  • Una toma sus precauciones y ya ves, lo inesperado te da una sacudida.

  • Te aconsejo no pensar en eso. Ya habrá tiempo de sobra.

  • Pero si no puedo impartir ni los temas en clase, estoy con los pelos de punta, la carne se me hace de gallina.

  • Tienes razón, todo mundo habla de ese chico.

  • Yo tengo un alumno que siempre levanta la mano, y con descaro me pregunta: a usted qué le parece como actúa Jack Nicholson en El cartero llama dos veces. Sé bien que es una trampa. Están obsesionados. A mí me gusta el libro de Dashiell Hammet, pero esto me sobrepasa. Incluso cuento los segundos de silencio. Luego hay otro que me pregunta si he pensado en mi testamento. No es que me enfade. Lo peor es cuando me piden que opine sobre Irene Vázquez.

  • Deja de eso, luego está ese tal Paco.

  • Qué quieres que te diga, es un desastre.

Cada una tomó de su bebida.

  • A mí me da por pensar que lo mataron.

  • Es posible. La pasión siempre es una condena de muerte.

  • Qué sandez. Nada tiene que ver con nada. Todo parece una pesadilla suspendida. A veces cuando me doy una ducha me da una risa histérica o un dolor de migraña, hasta me dan ganas de cortarme las venas con el rastrillo. Luego me tranquilizo.

  • Relájate, no dejes que los alumnos te desesperen. No servirá para nada.

  • Pero no te das cuenta, esto perjudica a cualquiera.

  • A mí me afecta poco. No pierdas tu tiempo.

  • Me fatiga tener que soportarlos.

  • Llévalos por las ramas.

  • Sufrir la muerte y soportar la vida.

  • Erre que erre.

Las dos mujeres se despidieron. B bostezó, hasta dónde llegaría aquel remolino de murmullos sino ponían punto y seguido a la situación.

  • Cambia esa cara.

  • Aquí han matado a alguien.

  • ¿Hace cuánto?

  • No entiendo ni pizca; creo que fue algo exprés.

  • Qué más da. Nosotros tenemos seguro médico que cubre los gastos de repatriación. No creo que haya problema en eso.

  • El problema es buscar un asesino.

  • Fuéramos tan pudientes.

  • No te preocupes, lo más fácil es comprar un matarratas.

  • Eso ya me entusiasma. Es tan cotidiano.

B no dejaba de echar un vistazo a las demás mesas. Sobraban los comentarios.

  • ¿Crees en Dios?

  • Qué pregunta tan ridícula.

  • En ocasiones y con dificultad.

  • ¿Y tú?

  • En momentos de mal gusto.

  • Dicen que puede leer el pensamiento.

  • ¿Sin papeles de guión?

  • Día y noche.

  • Absurdo.

  • Incrédula.

  • Es algo práctico.

  • Dios también tiene ganas de días libres, de salir a beber coca colas con hielo.

  • Basura.

  • Sea como sea el asunto es peculiar.

  • Una mugrienta historia.

  • De fría calma.

  • De la grosera muerte.

Todo ese intrincado de ideas a B no le importaba gran cosa. Sólo pensaba en que en extrañas ocasiones nos damos cuenta en qué momento nos hemos convertido en un cadáver invernal hasta que espantamos las moscas a manotazos sobre nuestras cabezas. En aquella película sólo había bastado una caída para que la realidad jodiera la cáscara de algodón de un tipo llamado Alexandro García. Cualquiera, incluso V, podía caer bajo sospecha o en el mejor de los casos ser la siguiente víctima.


Carolina Acosta Escareño

Murmullos

Murmullos


Aunque habíamos llegado con más de un mes de retraso a Madrid, y a que por tal motivo nos resultó harto difícil establecer relaciones con los compañeros del Máster en que tras innumerables peripecias nos habíamos matriculado, una de las primeras personas con la que tuvimos oportunidad de conversar en la Universidad fue con una de las señoras que tenían a su cargo la limpieza del inmueble.

  • Buenos días, señora, ¿podría decirnos dónde se encuentra el despacho de la Dra. Eugenia Popeanga?

La susodicha nos miró de arriba a abajo y al cabo pronunció algo en inglés. Debido a mi escaso, por no decir nulo conocimiento del idioma, no logré descifrar lo que había dicho. Viendo que nos quedábamos estáticos, mirándonos alternativamente el uno al otro, compartiendo en silencio nuestra vergüenza, alzó la vista al techo del edificio y ajustándose el guante izquierdo nos indicó el fondo del pasillo al tiempo en que exclamaba:

- Tomen el ascensor. El despacho está en el segundo piso.

- Gracias, dijimos casi al unísono, mientras ella movía la cabeza de izquierda a derecha, incapaz de creer que dos estudiantes de un Máster en la Universidad Complutense de Madrid no conocieran esa lengua con que ahora nos reprendía severamente sin que pudiéramos entender lo que decía; lo que después de todo era por demás innecesario, ya que sus ademanes, así como las circunstancias que los habían motivado, traducían puntualmente el tema central de su discurso.

Tras un silencio de dos pisos, dejamos caer al suelo nuestra ignorancia y junto a ella nuestra vergüenza, y compartimos una sonrisa mientras nos encaminábamos al despacho de la profesora que coordinaba el Máster.


Pese a lo ocurrido, días después tuvo lugar una feliz y en apariencia intrascendente coincidencia, un golpe de suerte, sería más adecuado llamarlo, que me granjeó la amistad de la señora de la limpieza. Como yo no tenía clase los miércoles, fui a la facultad para que Laura no volviera sola al apartamento que habíamos alquilado. Consulté mi reloj y advertí que pese a mis cálculos había llegado 20 minutos antes de la hora en que habíamos acordado vernos. Después de leer una edición atrasada de la Tribuna Complutense, resolví salir a fumar un cigarrillo mientras escuchaba por enésima ocasión en mi mp3 la primera pista de “Kind of Blue”, de Miles Davis. La señora del aseo salió poco después, cuando se había consumido casi la mitad del cigarrillo que tenía entre mis labios. Me miro de reojo, tuve la impresión de que me había reconocido, extrajo una estropeada cajetilla de Lucky Strike del bolsillo, y al cabo refunfuñó algo en inglés al tiempo en que estrujaba la cajetilla. Tras un instante se volvió hacía donde me encontraba y me pidió un cigarrillo. Saqué la cajetilla del bolsillo de mi chamarra y encendí su cigarro con resignación, era el último que me quedaba. Lanzando una amplia bocanada, sus ojos se perdieron en la gélida noche de Madrid. Profirió algo en inglés, pero advirtiendo que no comprendía lo que había dicho exclamó:

  • Un golpe de suerte.

Como vio que yo seguía sin entender, agregó:

  • Digo que ha sido un Lucky Strike, un golpe de suerte encontrarte aquí, fumando la misma marca de cigarrillos que yo, y que sólo quedara uno y decidieras regalármelo. Lucky strike ¿no crees?

Asentí apenado por segunda vez, puesto que habiéndomelo dicho en español no me había dado cuenta de su evidente analogía.

Me comentó que se llamaba Montserrat Sánchez de Quirós y que descendía de una familia de abolengo de los Pirineos Catalanes. Desde joven se había sentido apasionada por la literatura, en particular por la inglesa, y por tal motivo no había dudado en estudiar Filología Inglesa, de la cual se había licenciado con notas sobresalientes… En este punto se detuvo y arrojó una estupenda bocanada hacia la noche. Creí advertir en su semblante cierta tristeza, pero al cabo reanudó su conversación con la misma jovialidad. Me refirió que se había especializado en literatura inglesa romántica, que tenía un doctorado y que se había desempeñado como profesora durante más de diez años. De nueva cuenta se entregó al silencio y se quedó ahí, contemplando la noche y exhalando la última bocanada. Aunque yo no dejaba de preguntarme qué era lo que motivaba aquellos repentinos silencios, en qué pensaba cuando sus ojos atravesaban aquellos edificios en medio de la oscuridad, y sobre todo por qué una doctora en literatura, que había fungido como profesora durante una década, había acabado dedicándose a hacer la limpieza de la Universidad, preferí aguardar a que ella me revelara, si era su intención, la respuesta a todos aquellos enigmas que rondaban mi cabeza. Nunca sabré si esa noche iba a hacerlo, pues en ese momento Laura salió y nos despedimos de ella. No bien habíamos dado una decena de pasos, escuché a Montserrat decir mi nombre. Me pidió que me acercara. Deje a Laura esperándome y fui hasta donde Montserrat se encontraba.

  • Por favor no le digas a nadie lo que te he contado. No se lo había confesado antes a nadie y no sé por qué te lo tuve que decir precisamente a ti.

Yo negué con la cabeza y al cabo le garanticé que lo que me había revelado no saldría de mi boca. En cuanto empezamos a subir las escaleras, el deseo de comunicar a alguien la historia de aquella mujer acabó por vencerme y le conté todo a Laura. Aunque me sentí apenado por mi falta de discreción, me alivió el pensar que mi confidente era una persona muy reservada, pues en incontables ocasiones me había demostrado que sabía guardar secretos, y que por lo demás, en el improbable caso de que decidiera revelar cuanto le había dicho, no conocía a nadie en Madrid para hacerlo.

Desde aquella noche cada que Montserrat y yo coincidíamos en los pasillos nos saludábamos en español, la única lengua que compartíamos, esbozando una sonrisa. Los miércoles, mientras esperaba a que Laura saliera de su clase de Shakespeare, fumábamos algún cigarrillo mientras conversábamos de cosas que no tenían nada que ver con su vida anterior, que tanto me interesaba, y de la que lamentablemente nunca más volvió a hablar conmigo.

Fue de ella, precisamente, de quien obtuve mis primeras y acaso las únicas fidedignas informaciones en torno al chico que había aparecido muerto aquel jueves en uno de los patios interiores de la Universidad Complutense de Madrid. Aunque todos hablaban sobre ello, lo mismo profesores y estudiantes, que el personal de limpieza, así como los personajes inusuales que por aquellos días era frecuente ver en la Universidad, detectives, periodistas y policías, no dejaba de pensar que Montserrat era digna de toda mi confianza, porque aquella noche sin estrellas y entre densas bocanadas yo lo había sido de la suya. Debido a ello no dudé nunca ni puse en tela de juicio su inocencia, como lo hicieron algunos infames que argumentando deshonrosas hipótesis veían en ella al posible asesino. Por fortuna dichas acusaciones no pasaron de ser simples rumores y no tardaron mucho en desaparecer.

Montserrat me refirió que a las 7 de la mañana, la hora en la que entraba a trabajar, accedió al edificio. La inusitada frialdad del inmueble la sorprendió, pero lo atribuyó al tiempo en que había estado cerrado por el puente. Al pretender abrir el cuarto de limpieza, las llaves resbalaron de sus dedos, lo que en modo alguno podría asociarse a la torpeza sino al frío que desde hacía un momento los acometía. Cuando se inclinó a recogerlas, el temblor de sus manos acompañó con prodigiosa sincronía el vertiginoso vaivén de latidos que percutían en sus costillas.

Prendiendo un nuevo cigarrillo, que tardó en encender debido al repentino temblor de sus dedos, añadió que habían pasado varios minutos antes de que decidiera llamar al conserje, y contarle que había descubierto el cadáver de un chico en el patio interior del edificio. Acto seguido se dirigió a la cafetería, donde en medio de sollozos le narró a Paco lo que había sucedido. Éste la consoló y le llevó un té para que se tranquilizara; al poco tiempo Paco se dirigió al patio interior del edificio para comprobar por sí mismo lo que había escuchado. Cuando la policía llegó, Montserrat no tardó en enfrentar un severo interrogatorio que dadas las circunstancias en modo alguno estaba en posibilidad de responder, pero al que inexorablemente debía someterse por la simple razón de que era la primera persona que había visto el cadáver.

Sin tener aún suficiente confianza para abrazarla, deposité mi mano en su hombro. De improviso ella se deslizó en mis brazos mientras el llanto, sabiéndose oculto, se deslizaba por sus mejillas. Aunque años atrás, en mis frustrados intentos de convertirme en médico, había tenido oportunidad de ver decenas de cadáveres en el anfiteatro de la facultad de medicina, nunca, ni siquiera la primera vez que vi el cuerpo de uno de ellos en la mesa de frío metal donde un forense, con un delantal ensangrentado, que lo hacía parecer más un carnicero que un médico, le cortaba el cráneo para examinar el cerebro, sentí deseo alguno de llorar. Obviamente no era lo mismo, yo sabía que iba a ver un muerto al entrar al anfiteatro, en tanto Montserrat no sospechaba siquiera que iba a encontrar un cadáver aquella mañana.

Sorpresivamente, en los días que siguieron a nuestra conversación, Montserrat parecía haberse repuesto del incidente y pese a que nos saludábamos cordialmente en los pasillos no volvimos a conversar del asunto. Aunque de vez en cuando fumábamos un cigarrillo a las afueras del edificio, en la escasa duración que tenían nuestras pláticas ella resolvió no hablar más del asunto y cambiar el giro de la conversación cuando yo se lo sugería. Mientras ella fumaba, yo no dejaba de notar que algo estimulaba con insistencia sus pensamientos, y que a ese algo obedecía la enigmática sonrisa que de vez en cuando ocupaba sus labios, pero en vista de que ella no quería contarme nada yo permanecía en silencio, fumando junto a ella, mientras me preguntaba, como tantos otros, si aquel chico había sido asesinado o si él mismo había resuelto quitarse la vida. Juzgaba más interesante lo primero que lo segundo, pues creía como Lugones que “dueño un hombre de su vida también lo es de su muerte”, y que aquel chico tenía todo el derecho a suicidarse si así lo había decidido, sin importar los motivos que tuviera para hacerlo. El hecho de haber sido asesinado era sin duda algo muy diferente, y ese hecho avivaba mi curiosidad y me hacía olvidar la indescifrable sonrisa de Montserrat, quien se mostraba por lo demás igual de entusiasta que siempre.


En la versión de internet de El observador imparcial, había tenido oportunidad de leer la noticia. “Hallado muerto un joven en la Universidad Complutense de Madrid”. En la nota se refería que el occiso, hallado en el patio interior del edificio “D”, era un joven de 25 años, quien presumiblemente se llamaba Alexander García Barceló, y que era originario de Puerto Rico. Así mismo se mencionaba que los diversos tatuajes que tenía en el cuerpo hacían pensar a la policía que estaba vinculado con bandas latinas. Su cadáver había sido encontrado a las 7 de la mañana por una de las empleadas de limpieza… Llegado a este punto interrumpí mi lectura y recordé durante algunos minutos a Montserrat llorando entre mis brazos. Después de tomar una nueva cerveza del refrigerador, leí con minuciosidad el resto de la nota.


Entre los numerosos alumnos que iban y venían por los corredores de la Universidad, parecía no haber otro tema de conversación que no fuera Alexander. Entre los que se decantaban por el suicidio del puertorriqueño, había quienes argumentaban que ninguna circunstancia, sin importa lo adversa que pudiera haber sido, podía justificarlo, y quienes como Lugones, y citando a otras más célebres autoridades, defendían que ello era un derecho intrínseco e irrefutable de cualquier hombre, improvisando largos y maniqueos debates en torno a la muerte de Alexander, quien sin duda era más conocido muerto de lo que había sido cuando estaba vivo, obteniendo así una celebridad a la que tantos aspiran, pero que lamentablemente no le reportaba ningún provecho.


En cierta ocasión, mientras hojeaba en la librería universitaria un libro de Fernando Pessoa, traducido por Rodolfo Alonso, escuché la conversación de dos estudiantes de filosofía. Uno de ellos declaraba que no comprendía por qué la muerte de aquel chico había originado semejante alboroto y sentenciaba, citando los argumentos del ilustre marqués, quien a su vez había retomado lo dicho por Courvoisier, que “si la materia no se crea ni se destruye y sólo se transforma”, no se debía hablar de un asesinato ni de un suicidio, por la sencilla razón de que ese chico no había muerto y sólo había pasado de una forma de materia a otra. Un hombre no puede matar a otro ni matarse él mismo, acaso lo único que le es dado hacer es acelerar un proceso por lo demás inevitable. Su acompañante sonrío tras un segundo de desconcierto, le palmeó la espalda y se dirigió a la sección de filosofía meneando la cabeza. Yo por mi parte no estaba muy convencido por el argumento, pero la verdad es que al menos confería un matiz novedoso al asunto. El libro de Pessoa me interesaba, pero me pareció demasiado costoso, así que volví a acomodarlo en el estante. Antes de irme volví a mirar a los alumnos de filosofía, quienes se hallaban ahora al fondo de la librería y discutían con mayor intensidad lo dicho por uno de ellos, por lo que el encargado los mandó callar.


Los profesores, lo mismo que los estudiantes, eran presa del enigma que representaba la muerte de Alexander. Era fácil advertirlo al descubrirlos conversando en voz baja al fondo de un salón o mientras caminaban por los pasillos, pero como era imposible saber lo que decían era inútil seguirlos, salvo por la simpática profesora Irene Vázquez, cuya sola belleza compensaba con creces el incomprensible murmullo con el que hablaba del caso de Alexander con algún colega. En un par de ocasiones escuché a diferentes chicos implicándola en el asesinato del puertorriqueño, con el que decían había mantenido una relación que excedía lo meramente académico. Creo que si alguien me lanzara alguna vez por una ventana, me gustaría que fuera una mujer como ella. Estaría bien que lo pusieran en el acta de defunción: causa de muerte: las manos de una hermosa mujer cuyo nombre aún se desconoce. Aún después de que la profesora abandonó el edificio seguí pensando en ella, la presunta y hermosa asesina, a la que acaso aquel afortunado chico debía su muerte.


En resumidas cuentas, y atendiendo a la serie de hipótesis que Laura y yo habíamos tenido oportunidad, por no decir obligación de escuchar en los corredores de la facultad, nadie sabía si la muerte del chico había sido voluntaria o si alguien, por misteriosos a la par que indescifrables motivos, había resuelto sin más quitarle la vida empujándolo por el despacho. Sea como fuere, lo cierto es que en aquellos días y a toda hora no se hablaba de otra cosa en la universidad. La incertidumbre en torno al deceso de uno de sus estudiantes estaba presta a emanar en cualquier parte, lo mismo entre las ansiosas bocanadas que los alumnos arrojaban en las inmediaciones de los edificios, que en mitad de las cervezas y demás alimentos que devoraban en la cafetería o cuando lancinados por el frío se encaminaban al autobús o a la estación del metro más cercana para volver a casa, donde a buen seguro proseguirían desechando hipótesis propias y también ajenas antes de conciliar el sueño. Incluso se crearon blogs donde uno podía consultar los datos que habían sido recabados por cientos de colaboradores, obvia decir sin apellido, aportar nuevas pistas sobre el caso o expresar libremente a los presuntos culpables.

Aunque en un principio, no hay por qué negarlo, compartí la incertidumbre general, y me regocijaba en alto grado demorarme en los pasillos o mientras comía una empanada en la cafetería, tratando de escuchar las últimas noticias que por ahí circulaban sobre el chico muerto, alimentando así mis propias conjeturas, acabé por fastidiarme con la ubicuidad de aquel asunto, que por lo demás, y como todo buen misterio que se precie de serlo, suscitaba innumerables conjeturas sin confirmar ninguna de ellas y mantenía con vida a aquel chico al que cientos de bocas, rendidas al enigma, no querían dejar morir.


Víctor Infante Zamora

martes, 25 de enero de 2011

Borrador fragmentado del relato de Alexander García Barcelo

Hola, chicos!

Como escribí en el título, esto es un borrador muy penoso de fragmentos que podría o no utilizar en el relato. Tengo más notas y fragmentos, pero me está costando organizarlo todo. Tengo la trama construida en mi cabeza. Ahora falta digitalizarla. Hasta esta tarde!


El 13 de noviembre Alexander se despertó desorientado, con la sensación de tener una caladora abriéndole la cabeza. Se cacheteó para salir del trance. Hizo una mueca de dolor. Recordó la pelea de la noche anterior. Alexander se pasó las manos por la cabeza y sintió la aspereza de una afeitada

Se incorporó rápidamente, ignorando el vértigo que lo jalaba de vuelta a la cama. Caminó hasta el baño. La imagen que vio en el espejo ya la había visto.

Once o doce años atrás, al despertarse encontró a su padre, Edmundo, de pie junto a su cama. Sostenía una tijera. Cuando Alexander se sentó de sopetón mechones castaños claro cayeron sobre su regazo. Se palpó la cabeza. Aún tenía pelo en algunas áreas, pero no había remedio. Tendría que raparse la cabeza.

– ¿Por qué me hiciste esto?

–Te ves mejor así.

– ¿Por qué? –repitió Alexander con la mandíbula apretada.

–Últimamente me estaba costando distinguirte de tu hermana. Ahora, arréglate el pelo como puedas que vamos a salir.

–No voy para ninguna parte –dijo por lo bajo.

– ¿Perdón?

–Enseguida me visto.

–Buen chico. Te espero abajo.

Alexander se rapó la cabeza sin derramar ni una lágrima, y bajó los escalones como si caminara hacia su propio entierro. Su padre lo esperaba junto a un Jeep Rojo último modelo.

–Es tuyo. Veamos que tal corre –dijo, ofreciéndole las llaves.

Alexander estaba pasmado. No sabía cómo reaccionar, mas sí sabía cómo su padre querría que reaccionara. Corrió hasta el Jeep, tomó las llaves y le dio un fuerte abrazo a Edmundo.

El chico condujo un rato. Cuando se cansó le cedió el volante a Edmundo.

–Nos desviaremos un momento. Te tengo una sorpresa.

Llegaron a una casa grande en las afueras de la ciudad. Les recibió una señora cuarentona muy guapa. Alex notó cada una de sus curvas a través del vestido ceñido que llevaba, mientras les conducía a alguna parte.

***

Estaba flirteando con una profesora. Creo que tuve algo con ella, aunque nada serio imagino: mucho whiskey y algunos polvos. Probablemente está entre No recuerdo bien. Era guapa, pero tampoco como para perder la cabeza. La que últimamente me estaba trastornando era otra: la Dra. Jeanne Roland. Levaba algunos meses visitando su consultorio, lo que era extenuante. Al principio, fui por insistencias de mi madre. Eran amigas de la universidad o conocidas a través de otra amiga. Qué sé yo. Luego fui voluntariamente, fingiendo tener visiones, oír voces y otros disparates con los que la doctora quedaba fascinada, con tal de seguir recibiendo la prescripción. Jeanne Roland me había recetado un medicamento que, según ella, me ayudaría mucho con los cambios de humor. Así que, aun sabiendo que no me pasaba nada, un día, después de hablar con mi padre por teléfono, comencé a tomarlas. Tras la conversación, que siempre se limitaba al tema de las mujeres, había quedado alterado y con ganas de golpear algo. Ya más tarde no tuve que fingir más. Me había vuelto adicto a sus malditas pastillas. Cuando realmente las necesité no me las quiso dar más la muy perra.

***

Estaba flirteando con una profesora, cuando le vi mirándonos desde el umbral que da a los ascensores. Al percatarse de que le devolvía la mirada, desapareció.

Sin pensarlo dos veces, le pedí disculpas a la profe y salí disparado hacia las escaleras.

Allí estaba. Hacía semanas que no nos veíamos a solas. Después de todo, habíamos acordado no vernos más, pero esas miradas furtivas, llenas de acusaciones me desquiciaban.

– ¿Cuál es tu problema? No comes ni dejas comer –dije, cerrando la puerta del despacho detrás de mí.

–No sé qué me pasa.

– ¿Por qué no contestas mis mensajes? Llevas días evitándome. Necesito saber que estás bien, que no me has olvidado. ¿Recuerdas cómo tuve que hacerte recordar la última vez?

–Sí, y no me lo recuerdes. Hemos ido demasiado lejos. Esto es amoral. Hombre, no podemos seguir.

–Vamos, nunca te he pedido que abandones tu vida. Estoy dispuesto a vivir en la sombra si me lo pides.

–Pero yo no puedo. No soy lo suficientemente fuerte. Y tú mereces brillar. Echo de menos al chico que solía tener una respuesta para todo.

–Mis problemas nada tienen que ver contigo. Estoy pasando por una mala racha.

–Te equivocas. Conozco lo que te persigue porque tu vulnerabilidad fue mi debilidad. Siempre te había visto tan extrovertido y perspicaz, tan encantador que me parecías intimidante. Verte tan nervioso luego de aquella llamada a Puerto Rico me deshizo. Agradecí a Zeus y a todos los dioses la luna nueva y la soledad del aparcamiento porque tenía que abrazarte. Luego me atreví a respirarte. Ante tal cercanía, me miraste con extrañeza. Sentí vergüenza. Pero cuando estuve a punto de poner distancia me agarraste suavemente por el cuello y me besaste. Y entonces ya no pude más que entrelazarme a ti.

–Somos el uno para el otro.

–Te equivocas de nuevo. Hace tiempo que tracé mi vida. Simplemente, me desvié y tomé el camino equivocado una noche nebulosa siguiendo el cántico de la sirena, y me alojé demasiado tiempo en un hostal que sólo sirve para pasar unas noches.

–Vaya, ha salido a relucir la víbora que siempre sospeché que llevabas dentro.

–Eres joven aún. Te falta mucho por aprender. Olvídate de mí.

–Hipócrita –comencé, mientras me subía al alféizar de la ventana abierta para fumarme un cigarrillo–, no puedes vivir sin mí. De lo contrario, no pasarías tus días espiándome. ¿Qué coño quieres de mí.

–Quiero amarte tal como eres.

–Pues toma mi mano y caminemos juntos.

El hombre asintió con la cabeza y caminó hacia Alex.

–Lo siento, Adonis mío, pero esta es la única forma de preservarte.

Con un leve toque suyo perdí el balance y caí al vacío.

Cientos de imágenes lo atacaron como punzadas atravesándole las sienes. Lo que sea que haya visto, le provocó un llanto histérico cuya fuerza su cuerpo destrozado no toleró. El aire comenzó a faltarle y los ojos a salirse de sus órbitas. Tosió sin la satisfacción instantánea de la tos. Su cuerpo comenzó a convulsionar.

– ¡Espera! ¡Aún no! –gritó sin voz cuando la garganta se le inundó de un sabor metálico.

En lo alto del edificio, el Dr. Corbacho Rey cerraba la ventana que no recordaba haber abierto, mientras limpiaba las desagradables manchas de dedos que algún cochino había dejado sobre el cristal.