sábado, 4 de diciembre de 2010

El muerto

Parezco un pollo abierto sobre una tabla para picar carne: helado, sangriento, sin vida. Mis brazos no responden, no son más que fideos de plomo. Parpadeo y es como si mirara a través de un cristal agrietado. No logro identificar nada. A causa del ángulo inamovible de mi cabeza sólo veo cemento en tres planos. No sé dónde estoy ni cómo he llegado aquí. ¿Quién soy?

Cientos de imágenes lo atacaron como punzadas atravesándole las sienes. Lo que sea que haya visto, le provocó un llanto histérico cuya fuerza su cuerpo destrozado no toleró. El aire comenzó a faltarle y los ojos a salirse de sus órbitas. Tosió sin la satisfacción instantánea de la tos. Su cuerpo comenzó a convulsionar.

–¡Espera! ¡Aún no! –gritó sin voz cuando la garganta se le inundó de un sabor metálico. Entonces se cerró el telón.


Nota biográfica

Alexander García Barceló nació el 23 de noviembre de 1983 en San Juan de Puerto Rico en el seno de una familia acomodada. Su madre, Alejandra Barceló Mojica era diseñadora y su padre, Edmundo García LaSalle, contratista, ambos muy solicitados en sus respectivos trabajos.

Como era de esperarse, Alexander y sus hermanas pasaban bastante tiempo con los abuelos paternos, inmigrantes españoles de la década del 50, o con tutores particulares, pero cuando sus padres estaban en casa se concentraban por completo ellos. Edmundo y Alejandra buscaban potenciar cualquier destreza o atributo que notaran en sus hijos a tal punto que olvidaban que eran meros niños.

Así fue cómo Alexander se convirtió en un deportista ávido desde pequeño. Al principio se debió a instancias de su padre por ser el único varón de la casa, pero más adelante mostró verdadera afición hacia el atletismo, el béisbol y el baloncesto. A los catorce, decidió dedicarse de lleno al último. Después de todo, se trataba del deporte más popular en la Isla.

A lo largo de los años, por su sobresaliente papel en la cancha, se convirtió en un jugador muy seguido por el público. Le apodaron Alex “el titán”. La primera vez que escuchó el apodo le pareció ostentoso, mas rápido de acostumbró. De hecho, sonreía de oreja a oreja, con su sonrisa un poco retorcida, cada vez que lo presentaban con dicho nombre.

Para Alexander el baloncesto significaba diversión, hasta que su padre comenzó a exigirle más y más a raíz de su creciente demanda en la liga Superior Nacional. Cada vez dormía menos. Si se lesionaba Edmundo le acusaba de torpe y distraído. Alexander comenzó a hastiarse. Su vida giraba en torno al baloncesto y la escuela. Envidiaba la libertad de sus amigos, su completa despreocupación, deseaba usar el transporte público en vez de su Jeep rojo último modelo.

En pocos meses, comenzaría los estudios de ingeniería mecánica, y ni siquiera estaba seguro de que tal carrera fuese para él. Pero como “el que no escucha consejo no llega a viejo”, se dejó llevar por su padre e ingresó a la renombrada escuela de ingeniería del Colegio de Mayagüez. Poco a poco se fue alejando del deporte y abrazó la vida universitaria. Viviendo a dos horas de sus padres sentía que el aire era distinto, abundante y liviano. Sus padres no le permitían “janguear” (proveniente de ‘to hang out‘) en San Juan, pero lo que pasaba en Mayagüez en Mayagüez permanecía. Así que estudiaba lo suficiente para aprobar las clases y el resto del tiempo salía con sus amigos. Ya nunca subía al área metro (San Juan y pueblos limítrofes) los fines de semana, como acostumbra hacer la mayoría de los estudiantes.

Alejandra y Edmundo pensaban que el distanciamiento se debía a la carga de los estudios. Así que una noche decidieron hacerle una visita sorpresa a su niño adorado. Cuando llegaron al lujoso apartamento que ellos pagaban, encontraron a Alexander semidesnudo sentado en el sofá de la sala. Había alguien más. Una nube de humo les rodeaba. Alexander inhalaba por una manga que daba a un cilindro de cristal. Había ropa, basura y botellas vacías por todas partes. La otra persona era una chica que estaba de rodillas frente a Alexander. Alejandra, como en trance, permaneció inmóvil junto a la puerta de entrada con una mano sobre la boca y los ojos abiertos de par en par. Edmundo caminó con pasos amplios hasta ellos y apartó a la muchacha de un empujón. Seguido agarró a su hijo por el cuello, ignorando su bragueta abierta. Ambos eran altos y fornidos. Uno la réplica joven del otro. Casi se tocaron con la misma nariz cuyo puente estaba levemente desviado. Edmundo miró dentro de los ojos de avellana que ya no eran suyos. Estaban vacíos. El titán se había convertido en un insecto, pensó Edmundo. Se sintió asqueado por el mal olor que emanaba de su hijo. Alexander abrió los brazos en ofrenda y le brindó una sonrisa socarrona. De la rabia, Edmundo lo tiró al suelo de un puñetazo.

—Desde hoy mi hijo ha muerto –dijo y se marchó con la mirada vidriosa que nadie notó, llevando a Alejandra prácticamente a rastras consigo.

A los pocos meses, Alexander se fue a España de intercambio estudiantil por un semestre. En Europa se enamoró de la arquitectura, el arte y las letras. Tanto así que, una vez obtuvo su título en Puerto Rico, terminó con su novia de turno y regresó a Madrid, donde cursó varias maestrías en la disciplinas que disfrutaba. Este año había comenzado el doctorado. Para sustentarse daba clases particulares a niños y adolescentes, ya fueran de deporte, inglés o matemáticas. En las últimas semanas trabajó los fines de semana como “bouncer” en un conocido Pub del Centro. Sin embargo, su presencia incitaba pleitos en vez de evitarlos, razón por la cual exhibía uno que otro moretón. Últimamente andaba de mal humor, lo que era bastante inusual en él. Solía ser la alegría de la fiesta. Tenía muchos panas (colegas, amigos), aunque en realidad ninguno lo conocía a fondo. Alguno que otro le había preguntado por los cambios que notaban en él. Se había rapado la cabeza, los tatuajes, cuyos significados nunca confesaba, sobrepasaban la media docena y la pérdida de peso acentuaba unas oscuras ojeras en un rostro que meses atrás había sido considerado atractivo. Pero como siempre, Alexander, con su sonrisa pícara, daba una explicación muy lógica a los cambios o recurría a desviar el tema hacia la otra persona. De Alexander sólo sabían que era un chico listo, simpático y divertido. Sus amistades y conocidos nunca se plantearon que lo que conocían de él era bastante superficial hasta que una mañana apareció morado y tieso en el patio interior del edificio D de la Facultad de Filología.


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