miércoles, 1 de diciembre de 2010

El sacerdote

Sé, porque Dios me ha concedido la gracia de entenderlo, que hoy en día consagrar a vida a difundir la palabra de Nuestro Señor es empresa inútil. Cada miércoles de pie en la puerta de la capilla miro a los estudiantes pasar y vuelvo a ser testigo del vicio y el pecado que se ha agravado en extremo en sus almas. ¡Ni un solo justo salvaría a este lugar de la destrucción, el fuego y el azufre! ¿Pero qué…? ¡No! ¡Perdona, Oh Dios Misericordioso, la ira de tu siervo así como también yo les perdono a ellos su lujuria y su soberbia! Derrama sobre los estudiantes tu gracia y devuélvelos al camino de la salvación. Yo, que debí ser pescador de hombres, no me queda nada más que orar por sus almas pues no puedo valerme de ningún otro medio.

Llevaba así, casi seis años sin haber confesado nunca a nadie, sumido en la inquietud de la irremediable perdición de la humanidad cuando, un día llegó un estudiante solicitando la confesión. Tal fue mi desconcierto que hice una breve oración para que El Señor me iluminara antes de realizar el sacramento. El muchacho confesó que el asunto que le preocupaba era la cuestión de la descendencia de Cristo. Le aconsejé que se alejara de tales disertaciones que no eran sino una tentación del diablo sobre su fe y le mandé rezar diez aves marías. Ese mismo mes, llegó otro estudiante con la misma pregunta. Y luego llegó otro y luego otro.

Recé a Dios para que me concediera la sabiduría para obrar de acuerdo a su voluntad. La inquietud respecto al asunto se debía a una novela de Dan Brown. Escuché muchas opiniones de otros sacerdotes que decían que era una obra inmoral, una conspiración contra la santa iglesia, un libro escrito por grupos marxistas, una obra del diablo. Todo esto pudo haber sido verdad o no pero, ¿si Jesucristo no hubiera dicho nunca sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, La Iglesia sería más o menos verdadera? No importa. La capilla volvía a llenarse, las personas volvían a pensar en el catolicismo, los fieles buscaban la comunión con Dios y los estudiantes acudían a confesión. Los caminos de El Señor son inescrutables.


Fue entonces cuando tuve una iluminación. Soñé que estaba en mi pueblo, en casa de mis padres, frente a un lago que se extendía hasta donde mis ojos no alcanzaban a ver. Al fondo había un bote y dos hombres pescando. M di cuenta de esos hombres éramos yo y mi hermano y estábamos echando las redes para pescar pero no sacábamos ningún pez. Luego se nos acercó Jesucristo caminando sobre las aguas y dijo mi nombre. Mi hermano le dijo que no habíamos pescado nada. Jesucristo se acercó y me di cuenta de que no tenía rostro y dijo “Claro que has pescado, eres un pescador de hombres”. Nos dimos cuenta de que la barca estaba llena de libros, tanto que se hundía y tuvo que venir a ayudarnos otra barca porque seguíamos pescando y pescando libros y se llenaron de tal manera que ambas barcas se hundían. Mi hermano lloró y me dijo “soy un pecador” y desperté.

Doblegué mis penitencias y mis sacrificios pero resultó insuficiente. Pedí permiso al obispo para retirarme a mi pueblo. No revelé a nadie la misión que Dios me había encomendado puesto que todavía no era capaz de comprenderla completamente. El permiso me fue concedido. Después de tres años de soledad, reflexión, oración y ayuno concluí que no era Jesucristo quien me había hablado en sueños y por eso no había podido ver su cara. El que me había hablado era su descendiente y encontrarlo significaría la salvación de la humanidad. Con este nuevo objetivo retomé mis labores como párroco titular de la capilla de La Complutense. Los estudiantes volvían a ser escasos y otra vez tuve que cancelar la celebración de la eucaristía debido a que nadie se presentó a la hora de la santa misa. Había un par de estudiantes que aún iban a confesarse por razones diversas. La obra de Brown Pastor no había sido lo suficientemente fuerte y ahora la comunidad comenzaba a disgregarse. Debía encontrar el grial a toda costa. Pasé meses investigando en la biblioteca y conversando con distintos profesores y sacerdotes sin develar nunca la misión que Dios tenía para mí. Cuando hube abandonado todas mis esperanzas, aconteció nuevamente la maravilla y volví a soñar el mismo sueño, solamente que ahora el rostro blanco de Jesucristo sí mostraba facciones. Reconocí horrorizado a uno de los chicos que había asistido a confesión el miércoles pasado. Pensé que en mi distracción había prestado poca atención a lo que me había dicho pero que recordaba cierta turbación inusual en sus gestos. Mucho mayor fue mi horror cuando, al lunes siguiente, lo encontraron muerto en el patio del edificio D de Filología. Mi misión consiste en investigar si era el descendiente de Cristo y si logro comprobarlo la humanidad estará salvada. Dios lo guarde en su gloria.

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